7 de septiembre de 2008

En las Montañas de la Locura H. P. Lovecraft (1931)

En las Montañas de la Locura
H. P. Lovecraft (1931)


Hoy nuestra crónica subterránea rinde homenaje a un gigante del género terror sobrenatural, el escritor norteamericano, H.P. Lovecraft 1890-1937, quién fue uno de los mejores exponentes de su tiempo, y que dejó un legado inolvidable.

Cultor de las ciencias ocultas, y seguidor de las teorías teosóficas, Lovecraft, imprime su sello único a memorables relatos, donde los antiguos, razas primordiales anteriores al hombre, son el nexo central de algunas de sus narraciones.

“En las Montañas de la Locura”, 1931, el escenario es el continente antártico, que esconde bajo sus hielos, un legado prehistórico, donde cuevas subterráneas albergan restos de habitantes de talla gigantesca. ¿Tal vez los lemures?

Nuestra elección no es al azar, porque aquí encontramos señales del mundo subterráneo.

Creo que los dos gritamos simultáneamente de pavor, de asombro, de terror y de incredulidad de los sentidos, cuando al fin salimos del desfiladero y vimos ‘lo que había más allá. Por supuesto, alguna teoría natural debió alentar en el fondo de nuestra mente calmando nuestras facul­tades en aquel momento. Probablemente pensamos enton­ces en las piedras del Jardín de los Dioses en Colorado, grotescamente modeladas por el tiempo, o en las rocas fantásticamente simétricas esculpidas por el viento en el desierto de Arizona. Puede que incluso pensáramos que lo que veíamos era un espejismo, como el que habíamos visto la mañana anterior al acercarnos por primera vez a aquellas montañas de locura. A estas ideas normales tuvimos que recurrir cuando nuestras miradas recorrieron la interminable altiplanicie marcada por las cicatrices de las tempestades y cuando percibimos el casi infinito laberinto de masas rocosas, colosales, regulares y geométricamente eurítmicas que alzaban sus desmoronadas crestas, llenas de hoyos como de viruelas, por encima de una costra de hielo de grosor no superior a los cuarenta o cincuenta pies en sus partes más espesas, y evidentemente más delgada en otras.

El efecto que causaba aquel monstruoso panorama era indescriptible, pues desde el primer momento pareció evi­dente una demoníaca violación de las leyes naturales co­nocidas. Allí, sobre una altiplanicie diabólicamente anti­gua, a veinte mil pies cumplidos de altura, y en medio de un clima mortífero desde una era anterior a la humanidad de por lo menos quinientos mil años de antigüedad, se extendía hasta donde alcanzaba la vista un conjunto or­denado de piedra que solamente la defensa instintiva y desesperada de la razón podía atribuir a otra cosa que no fuera una causa consciente y artificial. Habíamos ya dese­chado como ajena a la razón la teoría de que los cubos y los bastiones de las laderas tuvieran un origen no natural. ¿Cómo podía haber sido de otro modo, si el hombre apenas se diferenciaba del mono cuando aquella región sucumbió al actual reino perpetuo de la muerte glacial?

Y, sin embargo, ahora el dominio de ‘la razón parecía irrefutablemente vencido, pues aquel ciclópeo laberinto de bloques cuadrados, corvos y angulosos tenían característi­cas que privaban de todo refugio mental. Era, muy clara­mente, la ciudad blasfema del espejismo trocada en reali­dad desnuda, objetiva e ineludible. Aquel portento maldito tenía después de todo una base real —algún estrato hori­zontal de polvo de hielo se había formado en la atmósfera superior y el abominable conjunto superviviente de piedra había proyectado su imagen por encima de las montañas de acuerdo con las sencillas leyes de la reflexión—. Natu­ralmente, el espejismo había desfigurado y exagerado mos­trando cosas ajenas al paisaje real, pero ahora que contemplábamos éste lo encontramos todavía más horrendo y amenazador que su distante imagen.

Solamente la increíble e inhumana solidez de estas vastas torres y de muros había salvado al amedrentado conjunto de su total destrucción en los centenares de miles —quizá en los millones— de años que había permanecido muerto en medio de los feroces vientos de una altiplanicie yerta. «Corona Mundi» —«el Techo del Mundo»—.
Toda clase de frases fantásticas acudieron a nuestros labios mientras mirábamos con vértigo el increíble espectáculo. Pensé una vez más en los primeros mitos ultraterrenos que tan per­sistentemente me habían venido a la mente, y obsesionado desde que vi por primera vez ese muerto mundo antártico —los mitos de la diabólica meseta de Leng, del Mi-Go o abominable hombre de las nieves del Himalaya, de los manustcritos pnakóticos con sus implicaciones prehumanas, del culto de Cthulhu, del Necronomicón, de las leyendas hiperbóreas del informe Tsathoggua y del engendro estelar peor que informe asociado con esa semientidad.

Durante millas sin límite, aquello se extendía en todas direcciones sin atenuación; al seguir con la mirada todo aquel conjunto hacia la derecha y hacia la izquierda, a lo largo de la base de las estribaciones que lo separaban de la montaña, decidimos que no podíamos apreciar disminu­ción alguna en su densidad, exceptuando un claro situado a la izquierda del desfiladero por el que habíamos entrado. Habíamos topado, por casualidad, con una parte limitada de algo de incalculable extensión. Las faldas de las monta­ñas estaban salpicadas algo más parcamente de pétreas es­tructuras grotescas, que unían la terrible ciudad a los ya bien conocidos cubos y muros, que constituían evidentemente sus avanzadillas. Estos últimos, y también las ex­trañas bocas de cavernas, abundaban tanto en la vertiente interior como en la exterior de las montañas.

El pétreo laberinto sin nombre consistía en su mayor parte de muros de diez a cincuenta pies de altura y entre cinco y diez pies de grosor. Estaba formado principalmente por prodigiosos bloques de oscura pizarra primordial, esquistos y piedra arenisca, bloques en algunos casos de hasta 4 x 6 x 8 pies, aunque en varios lugares parecía estar la­brado en un lecho desigual y macizo de roca de pizarra pre­cámbrica. Los edificios estaban lejos de ser de igual ta­maño, pues había innumerables configuraciones de enor­me extensión semejantes a panales y otras más pequeñas y aisladas. La forma general de esas configuraciones tendía a ser cónica, piramidal o escalonada, aunque había salpica­dos aquí y allá cilindros perfectos, cubos perfectos, grupos de cubos y de otras formas rectangulares y raros edificios angulares, cuyo plano de cinco puntas daba una idea apro­ximada de modernas fortificaciones. Los constructores ha­bían hecho uso constante y experto del principio del arco, y es probable que en sus tiempos de apogeo la ciudad tu­viera bóvedas.

Todo el conjunto estaba monstruosa4nte afectado por la erosión, y la superficie helada de la que surgían las to­rres estaba llena de bloques caídos y de escombros de antigüedad incalculable. Allí donde la capa de hielo era trans­parente pudimos ver bases de gigantescas columnas y puentes de piedra, conservados por el hielo y que unían las distintas torres a diversas distancias del suelo. En los mu­ros que quedaban a la vista pudimos distinguir vestigios de otros puentes más altos de la misma clase, ya desapa­recidos. Una inspección más detenida reveló incontables ventanas de buen tamaño, algunas de las cuales estaban cerradas por un material petrificado que había sido ma­dera, aunque las más de ellas bostezaban abiertas de un modo siniestro y amenazador. Naturalmente, muchas de las ruinas carecían de tejado y mostraban gabletes desiguales redondeados por el viento, en tanto que otras, de tipo más acentuadamente cónico o piramidal, o protegidas por edificios más altos, conservaban intacta su silueta a pesar del omnipresente derrumbamiento y corrosión. Utilizando los prismáticos apenas pudimos distinguir lo que parecían ser decoraciones esculpidas formando franjas horizontales—entre ellas curiosos grupos de puntos, cuya presencia en la antigua esteatita ahora cobraba una importancia in­mensamente mayor.

En muchos lugares los edificios estaban completamente en ruinas y la capa de hielo profundamente hendida por varias causas geológicas. En otros la piedra estaba desgas­tada hasta el mismo nivel de la superficie helada. Una am­plia franja, que se extendía desde el interior de la meseta hasta una hoz situada en las laderas de las estribaciones, como a una milla del desfiladero que habíamos atravesado, estaba totalmente libre de edificaciones. Dedujimos que probablemente se trataba del cauce de algún caudaloso río que en la era Terciaria, hace millones de años, fluyó a través de la ciudad hasta caer en algún prodigioso abismo subterráneo de la gran cordillera. Desde luego, era aquella sobre todo una región de cavernas, simas y secretos sote­rráneos que estaban más allá de la comprensión del hombre.

Recordando lo que sentimos entonces y nuestra confu­sión al ver aquel monstruoso conglomerado superviviente de eras remotísimas que habíamos creído anteriores a la humanidad, únicamente me cabe maravillarme de que con­serváramos una actitud semejante al equilibrio, pero así fue. Naturalmente, sabíamos que algo —la cronología, las teorías científicas o nuestra propia conciencia— andaba deplorablemente equivocado. Y, sin embargo, conservamos la serenidad suficiente para pilotar el aeroplano -y hacer cuidadosamente una serie de fotografías que quizá puedan servirnos y puedan servir al mundo para bien. En mi caso puede que me ayudaran arraigados hábitos científicos, pues por encima de todo mi desconcierto y de la sensación de peligro, dominaba la ascendente curiosidad de profundizar más en ese secreto milenario, de saber qué clase de seres habían edificado y habitado este lugar incalculablemente gigantesco y qué relación con el mundo de su época o de otros tiempos había podido tener tan excepcional concen­tración de vida.

Pues aquello no había podido ser una ciudad corriente. Tuvo que constituir el núcleo primordial y el centro de algún arcaico e increíble capítulo de la historia terrenal, cuyas ramificaciones exteriores, sólo vagamente recordadas en los mitos más oscuros y deformados, se habían desva­necido totalmente en medio del caos de las convulsiones terrestres, mucho antes de que cualquier raza humana co­nocida saliera con paso vacilante del mundo de los simios. Aquí se extendía una megalópolis paleógena, en compara­ción con la cual las fabulosas Atlantis y Lemuria, Commo­riom y Uzuldarum, y la Olathos de la tierra de Lomar son cosas recientes de hoy, ni siquiera de ayer; era una mega­lópolis comparable a blasfemias prehumanas dichas su­surrando, blasfemias tales como Valusia, R’lyeh, Ib en la tierra de Mnar, y la Ciudad sin Nombre de la Arabia De­sierta. Mientras volábamos sobre aquel laberinto de titá­nicas torres desnudas, mi imaginación escapaba en ocasio­nes a todo freno y vagaba sin norte por reinos de fantásticas asociaciones de ideas, llegando a tejer lazos entre este mundo perdido y algunas de mis figuraciones más insensatas­ acerca del vesánico horror del campamento.

El depósito de gasolina del aeroplano se había llenado sólo en parte para aligerar el peso todo lo posible, por lo que teníamos que tener cuidado en nuestra exploración. Aún así recorrimos una enorme extensión de terreno —o, mejor dicho, de aire— después de bajar planeando hasta una altura en la que el viento casi dejó de soplar. La cor­dillera parecía no tener límites, al igual que la aterradora ciudad de piedra que bordeaba sus laderas. Un vuelo de cincuenta millas en las dos direcciones no reveló cambio sustancial en el laberinto de rocas y edificios que surgían rasgando el eterno hielo como un cadáver. Había, sin em­bargo, algunas variaciones fascinantes, como lo esculpido en el cañón por el que el caudaloso río atravesara antaño las laderas para llegar al lugar en que se hundía en la tierra de la gran cordillera. Las alturas que daban entrada al ca­ñón habían sido audazmente esculpidas hasta formar dos columnas ciclópeas, y algo tenía el desigual tallado en for­ma de barril que nos trajo a la memoria a Danforth y a mí semirrecuerdos extrañamente vagos, odiosos y confusos.

Vimos también varios espacios abiertos en forma de es­trella, evidentemente plazas públicas, y percibimos varias ondulaciones en el terreno. Allí en donde se alzaba repen­tinamente una loma, ésta estaba ahuecada para construir con ella un destartalado edificio de piedra; pero había a lo menos dos excepciones. De ellas, una estaba demasiado arruinada por la erosión para permitir adivinar qué hubo en la cima del cerro, en tanto que la otra todavía osten­taba un fantástico monumento cónico tallado en la roca viva y que se asemejaba ligeramente a construcciones como la conocida Tumba de la Serpiente en el antiguo valle de Petra.

Volando tierra adentro desde las montañas, descubrimos que la ciudad no era de una anchura infinita, aunque su longitud a lo largo de las estribaciones parecía no tener fin. Al cabo de unas treinta millas, los grotescos edificios de piedra comenzaron a disminuir en número, y diez millas más allá llegamos a una desnuda planicie casi sin señales de edificio alguno. El cauce del río parecía marcado más allá de la dudad por una ancha franja hundida, en tanto que el terreno se hacía más escarpado y parecía elevarse gradualmente conforme se extendía hacia el Oeste arro­pado por la neblina.

Hasta entonces no habíamos efectuado ningún aterri­zaje, pero abandonar la meseta sin hacer tentativa alguna de entrar en algunos de los inauditos edificios parecía in­concebible. Así que determinamos buscar algún lugar llano en las laderas cercanas a la garganta, aterrizar en él y pre­pararnos para hacer una exploración a pie. Aunque aquellas suaves laderas estaban cubiertas en parte por las ruinas diseminadas por ellas, pronto encontramos buen número de posibles lugares de aterrizaje. Luego de elegir el más cercano al desfiladero, pues habíamos de volar a través de la gran cordillera de regreso al campamento, a eso de las 12,30 del mediodía pudimos aterrizar en una explanada de nieve endurecida completamente libre de obstáculos y adecuada para efectuar después un despegue rápido y fa­vorable.

No nos pareció necesario proteger el aeroplano con ta­ludes de nieve para tan poco tiempo y en vista de la au­sencia de viento en aquellas alturas; todo lo que hicimos fue asegurarnos de que los patines de aterrizaje quedaran firmemente sujetos y de que las partes vitales del aeropla­no estuviesen resguardadas del frío. Para la expedición a pie descartamos las prendas de vuelo muy gruesas y forra­das de pieles, y llevamos con nosotros un pequeño equipo, consistente en una brújula de bolsillo, una máquina de fotos, algunas provisiones, gruesos cuadernos y papel en abundancia, martillo y escoplo de geólogo, bolsas para las muestras de mineral, un rollo de cuerda de montañero y potentes linternas eléctricas con pilas de repuesto; llevá­bamos este equipo en el aeroplano por si se nos presentaba ocasión de aterrizar, tomar fotografías en tierra, hacer di­bujos y trazar planos topográficos, además de recoger muestras de rocas en algunas de las desnudas laderas o en una cueva. Por fortuna, disponíamos de papel en abundan­cia para romper, meter en un saco y utilizarlo como en el tradicional deporte de «la liebre y los sabuesos» con el fin de dejar señales de nuestro recorrido en cualquiera de los laberintos anteriores en los que pudiéramos adentrar-nos. Lo llevábamos para el caso de que encontráramos una serie de cuevas en las que el aire estuviera lo bastante en calma como para permitirnos emplear este rápido y sen­cillo método en lugar del habitual de dejar en las rocas señales hechas con un escoplo.

Mientras bajábamos cautelosamente la pendiente de nieve encostrada hacia el asombroso laberinto de piedra que se alzaba amenazador contra el fondo de un Oeste opa­lescente, tuvimos una sensación casi tan aguda de estar a punto de experimentar maravillas como cuando, cuatro horas antes, nos habíamos aproximado al insondable paso de la cordillera. Es cierto que nuestros ojos se habían fami­liarizado con el increíble secreto oculto por la barrera de cumbres, y, sin embargo, la perspectiva de adentramos en­tre paredes primordiales alzadas por seres conscientes ha­cía tal vez millones de años —antes que pudiera haber existido ninguna raza humana conocida— no resultaba me­nos amedrentadora y posiblemente terrible por lo que su­ponía de anormalidad cósmica. Aunque la finura del aire a aquella prodigiosa altura hacía los esfuerzos más difíciles de lo corriente, tanto Danforth como yo vimos que lo so­portábamos muy bien, y nos sentimos capaces de casi cual­quier tarea que pudiera caemos en suerte. Solamente tuvimos que dar algunos pasos para llegar hasta unas ruinas informes que la erosión había dejado al ras del suelo, mien­tras que unas diez o quince varas más allá se alzaba un enorme bastión descubierto que todavía mostraba su gi­gantesca estructura de cinco puntas alcanzando una altura irregular de diez u once pies. Nos dirigimos hacia él, y cuando al fin pudimos llegar a tocar sus ciclópeos bloques tuvimos la sensación de haber establecido un eslabón sin precedentes, casi blasfemo, con olvidados eones normal­mente arcanos para nuestra especie.

Este bastión, en forma de estrella, medía tal vez tres­cientos pies de punta a punta y estaba construido con blo­ques de arenisca jurásica de irregular tamaño, de caras que medían por término medio seis pies por ocho. A lo largo de las puntas de la estrella y de sus ángulos interiores se abría, a distancia casi simétrica, una fila de arcos o ven­tanas de unos cuatro pies de anchura y cinco de altura, cuyo extremo inferior quedaba como a cuatro pies de la superficie helada del suelo. Mirando a través de estos ar­cos y ventanas pudimos ver que el espesor de los muros era de cinco pies cumplidos, que en el interior no quedaba tabique alguno y que se percibían restos de franjas talladas o bajorrelieves en las paredes internas —hechos que, des­de luego, ya habíamos adivinado al volar a poca altura por encima de ese bastión y de otros parecidos—. Aunque de­bieron existir en un principio partes bajas, todo vestigio de ellas estaba completamente oculto en aquel lugar por una espesa capa de nieve y hielo.

Entramos a gatas por una de las ventanas y tratamos en vano de descifrar los dibujos murales casi borrados, pero no tratamos de perturbar el helado suelo. Los vuelos de orientación nos habían indicado que muchos de los edificios de la ciudad propiamente dicha estaban menos ta­pados por el hielo y que tal vez podríamos encontrar inte­riores completamente despejados que nos permitieran lle­gar al verdadero piso bajo si entrábamos en un edificio que aún conservara tejado. Antes de abandonar el bastión lo fotografiamos minuciosamente y estudiamos con verda­dero asombro su ciclópea obra de mampostería sin arga­masa. Hubiéramos deseado tener allí a Pabodie, que con sus conocimientos de ingeniería quizá nos hubiera ayuda­do a comprender cómo pudieron manejarse aquellos blo­ques titánicos en época increíblemente lejana en que ha­bían sido edificados la ciudad y sus alrededores.

Aquel recorrido de media milla cuesta abajo hasta la verdadera ciudad, mientras el viento de las alturas gemía en vano y salvajemente a través de los picos que se alzaban hacia el cielo al fondo, es algo que quedará grabado para siempre en mi mente con sus más ínfimos detalles. Sola­mente en fantásticas pesadillas podía un ser humano, ex­cepto Danforth y yo, concebir tales efectos ópticos. Entre nosotros y los agitados vapores del Oeste se extendía aquel monstruoso revoltijo de hoscas torres de piedra, cu­yas increíbles e improbables formas nos impresionaban re­novadamente cada vez que las veíamos desde un ángulo distinto. Era un espejismo en piedra maciza, y, a no ser por las fotografías, todavía dudaría qué podía ser aquello. El tipo general de construcción era idéntico al del bastión que habíamos examinado, pero las formas extravagantes que revestían aquellas edificaciones en su manifestación urbana sobrepasan las posibilidades de la descripción.

Incluso las fotografías solamente ilustran uno o dos as­pectos de su infinita variedad, de su solidez preternatural y de su exotismo totalmente foráneo. Había formas geo­métricas que Euclides difícilmente habría podido definir: conos con toda clase de irregularidades y truncamientos, configuraciones escalonadas con todo tipo de sugerentes desproporciones, respiraderos con extraños ensanchamien­tos de bulbo, columnas quebradas en curiosos agrupamien­tos y construcciones de cinco puntas o cinco lomos de gro­tesca demencia. Conforme nos acercamos pudimos ver lo que había bajo ciertas partes transparentes de la, capa de hielo y percibir algunos de los puentes tubulares de piedra que unían los edificios esparcidos, sin orden ni concierto, a varias alturas. Calles ordenadas no había, al parecer, nin­guna, y la única franja anchurosa y despejada se hallaba a la izquierda, a una milla de distancia, en el lugar por don­de debió discurrir el antiguo río que atravesó la ciudad para ir después a hundirse en las montañas.

Los prismáticos nos permitieron ver que abundaban las franjas horizontales de esculturas y grupos de puntos, to­das ya casi borradas, y casi pudimos imaginar el aspecto que la ciudad debió de tener en su día, aunque la mayor parte de los tejados habían desaparecido y las partes su­periores de las torres habían perecido inevitablemente. En conjunto, había sido un complejo revoltijo de tortuosas callejas y pasadizos, todos ellos a modo de profundos des­filaderos y algunos poco mejor que túneles, dada la gran altura de los edificios y los arcos de los puentes que pa­saban sobre ellos. Extendida a nuestros pies se destacaba a la sazón, como la fantasía de un sueño, contra la neblina del Oeste, a través de cuyo extremo septentrional trataba de brillar el bajo sol rojizo de primera hora de la tarde; y cuando por un momento el sol encontró un impedimento más denso y la escena se ensombreció temporalmente, el efecto encerró una sutil amenaza que jamás podré definir. Incluso los débiles aullidos y silbidos del viento que no sentíamos, pero que soplaba en los desfiladeros que que. daban a nuestra espalda, adquirían un tono más salvaje de intencionada maldad. La última etapa de nuestro descenso a la ciudad resultó desacostumbradamente abrupta y em­pinada, y un saliente de piedra situado en el lugar en que variaba la inclinación de la pendiente nos hizo pensar que allí debió haber en otros tiempos una terraza artificial. Supusimos que bajo la capa de hielo debía haber un tramo de escalones o algo semejante.

Cuando por fin entramos en la ciudad, trepando por en­cima de montones de escombros y cohibidos por la opre­siva proximidad y la imponente altura de los omnipresen­tes muros medio desmoronados y llenos de hoyos, volvie­ron nuestras sensaciones a ser de tal naturaleza que me maravilla el hecho de que conserváramos tal dominio de nosotros mismos. Danforth se mostraba francamente ner­vioso y comenzó a hacer conjeturas desagradablemente im­procedentes acerca del horror del campamento, conjeturas que me afectaron tanto más porque no podía evitar el com­partir con él ciertas conclusiones que nos obligaban a acep­tar muchas de las características de aquella morbosa super­vivencia de una antigüedad de pesadilla. Sus meditaciones influyeron también sobre su imaginación, pues al llegar a cierto lugar en que el pasadizo colmado de escombros cam­biaba bruscamente de dirección se empeñó en decir que percibía en el suelo marcas borrosas que no eran de su gusto, mientras que en otros se detenía para escuchar ima­ginados sones que decía percibir procedentes de un punto indefinido —algo como el musical gemido de un caramillo, que recordaba en cierto modo el sonido del viento en las cuevas de las montañas y que, sin embargo, era inquietan­temente distinto—. La constante presencia de aquella ar­quitectura en forma de estrella de cinco puntas y de los pocos arabescos mural que podían distinguirse, encerra­ban sugerencias oscuramente siniestras a las que no podía­mos sustraernos, y que provocaban en nosotros una terri­ble certidumbre subconsciente acerca de los entes primiti­vos que habían crecido y habitado en aquel impío lugar.

Pese a todo, nuestro espíritu científico y aventurero no había perecido por completo, y llevamos a cabo mecánica­mente nuestro programa de conseguir muestras de los di­ferentes tipos de roca representados en los muros. Quería­mos reunir un juego bastante completo para poder sacar mejor conclusiones acerca de la antigüedad del lugar. Nada de cuanto vimos en los muros exteriores parecía datar de fecha posterior al período jurásico o al comanchiense, y ninguna de las piedras del conjunto era posterior al plio­ceno. La impresionante realidad era que vagábamos entre una muerte que había reinado allí durante, por lo menos, quinientos mil años, y muy probablemente muchos más.

Conforme avanzábamos entre aquel laberinto de luz cre­puscular ensombrecida por la piedra, nos deteníamos ante todas las posibles aberturas para estudiar interiores e in­vestigar posibles entradas. Algunas estaban fuera de nues­tro alcance, en tanto que otras solamente conducían a rui­nas obstruidas por el hielo y tan desnudas y carentes de techumbre como el bastión de la ladera. Una, empero, es­paciosa y tentadora, se abría ante un abismo al parecer in­sondable y sin que se percibiera medio alguno de bajada.

De cuando en cuando tuvimos ocasión de examinar la ma­dera petrificada de un postigo que había sobrevivido, im­presionándonos la fabulosa antigüedad que delataba el grano, todavía perceptible. Aquella madera procedía de gimnospermas y coníferas de la era mezosoica —especial­mente de árboles cicadáceos cretáticos—, y de miraguanos y angiospermas de la era terciaria. Nada vimos decidida­mente posterior al plioceno. La colocación de estos posti­gos —cuyos bordes mostraban las señales dejadas por bisa­gras de extrañas formas desaparecidas mucho tiempo atrás— indicaba que se utilizaron para diversos fines, pues algunos estaban en el interior y otros en el exterior de los anchos bastidores. Parecían haber quedado encajadas en su lugar, por lo que habían sobrevivido a la oxidación de las desaparecidas piezas de sujeción, probablemente metá­licas.

Pasado algún tiempo llegamos ante una hilera de ven­tanas —situada en las partes salientes de un colosal cono de cinco aristas y de ápice intacto— que daban a una vasta estancia bien conservada y de suelo enlosado; pero esta­ban demasiado altas para permitir bajar desde ellas sin ayuda de una cuerda. Disponíamos de cuerdas, pero no queríamos molestarnos en efectuar aquel descenso de vein­te pies, a menos que nos viéramos obligados a ello, espe­cialmente en medio de aquel aire sutil de la altiplanicie, en el que el corazón se veía sometido a un esfuerzo mayor.

Aquella enorme estancia era probablemente una sala o lugar de reunión, y las linternas eléctricas nos mostraron esculturas de vigoroso modelado, precisas y posiblemente impresionantes, ordenadas a lo largo de las paredes en amplias franjas horizontales separadas por otras franjas igualmente anchas de arabescos convencionales. Tomamos buena nota del lugar y nos propusimos entrar por él, a menos que encontráramos otro interior de más fácil acceso.

Pero al fin encontramos exactamente la entrada deseada, un arco de unos seis pies de anchura y diez de altura que se alzaba en el extremo anterior dé un puente elevado que había cruzado en tiempos sobre una callejuela y que que­daba ahora como a cinco pies de altura sobre el actual nivel del suelo helado. Estos arcos, naturalmente, se hallaban al nivel de los pisos altos, y, en este caso, todavía existía uno de aquellos pisos.

El edificio al que así podía accederse consistía en una serie de terrazas escalonadas y rectangula­res que quedaban a nuestra izquierda y miraban hacia el Oeste. Al otro extremo de la callejuela, donde se abría el otro arco, había Ún cilindro muy deteriorado sin ventanas y con un curioso abultamiento a unos diez pies por enci­ma de la abertura. En el interior la oscuridad era total y el arco parecía abrirse sobre un vacío infinito.

Los escombros amontonados hacían doblemente fácil la entrada al vasto edificio de la izquierda, y, sin embargo, vacilamos un momento antes de aprovechar tan esperada ocasión. Pues aunque habíamos penetrado en aquel laberin­to de arcaicos misterios, hacia falta un renovado valor para entrar en un edificio completo, superviviente de un mundo fabulosamente antiguo y cuya horrenda naturaleza se nos revelaba cada vez más claramente. Pero acabamos por de­cidirnos, y trepamos sobre los escombros hasta el arco. El suelo de allende el arco estaba cubierto por grandes losas y parecía constituir la salida de un largo corredor, de alto techo y paredes esculpidas.

Al observar la gran cantidad de corredores abovedados que salían de él y darnos cuenta de la probable compleji­dad del panal de habitaciones que debía de haber en su interior, decidimos emplear el sistema de la «liebre y los sabuesos» para marcar el camino recorrido. Hasta enton­ces la brújula y las momentáneas visiones de la vasta ca­dena de montañas que aparecía entre las torres que que­daban a nuestra espalda habían bastado para evitar que nos perdiéramos; pero de ahora en adelante nos sería nece­sario recurrir a otros artificios. Así, pues, rompimos el pa­pel en trozos de un tamaño conveniente, metimos éstos en un saco que había de llevar Danforth y nos dispusimos a emplearlos con toda la economía que nos permitiera nues­tra seguridad. Este método nos inmunizaba contra el ries­go de extraviarnos, pues no parecía que dentro del anti­quísimo edificio soplara con fuerza ninguna corriente de viento. Si éste llegara a levantarse, o si se nos agotaran los trozos de papel, naturalmente, recurriríamos al método más seguro, aunque más lento y tedioso, de hacer marcas en las piedras con el escoplo.

Qué extensión tendría el territorio que acabábamos de descubrir era cosa imposible de adivinar sin hacer alguna exploración. La estrecha y frecuente comunicación entre los distintos edificios hacía probable que pudiéramos pasar de uno a otro por puentes situados a un nivel inferior al de la capa glacial, exceptuando los casos en que nos lo impidieran los derrumbamientos locales y las fallas geoló­gicas, pues parecía que el hielo había entrado poco dentro de los edificios. Casi todas las zonas de hielo transparente nos habían permitido ver bajo él ventanas fuertemente cerradas con postigos, como si la ciudad hubiera sido de­jada en ese estado uniforme hasta que el hielo vino a cris­talizar la parte baja para siempre. Realmente daba la im­presión no poco curiosa de que la ciudad había sido clausu­rada deliberadamente y abandonada en algún remotísimo y oscuro periodo, y no que hubiera sido víctima de alguna imprevista catástrofe, y menos aún de una paulatina deca­dencia. ¿Acaso se previó la llegada del hielo y una pobla­ción sin nombre conocido abandonó la ciudad en masa para ir en busca de habitáculos más propicio? Las condiciones fisiográficas precisas que acompañaron a la formación de la capa de hielo era cuestión cuya solución tendría que bus­carse en otro momento. Estaba claro que no fue un impulso violento y repentino lo que obligó a la emigración. Tal vez fuera el peso de la nieve acumulada, o quizá al­guna inundación del río, o algún glaciar que rompiera su milenario muro helado de contención allá en la gran cor­dillera lo que contribuyera a crear la actual situación que podíamos observar. La imaginación podía concebir casi cualquier cosa en relación con aquel lugar.
VI

Seria tedioso dar cuenta detallada y consecutiva de nues­tro vagar por aquel laberinto cavernoso, muerto durante muchos eones, por entre aquellas construcciones arcaicas, por aquella monstruosa guarida de secretos remotos que ahora respondían con su eco, por primera vez tras incon­tables eras, al rumor de pasos humanos. Gran parte de aquel horrendo drama y de las espantosas revelaciones, procedió del mero estudio de las omnipresentes escenas es­culpidas en los muros. Las fotografías tomadas con flash de esos bajorrelieves contribuirán a demostrar la verdad de cuanto estamos descubriendo, y es de lamentar que no lleváramos con nosotros mayor cantidad de película. Cuan­do se nos acabaron los carretes, hicimos dibujos rudimen­tarios de algunos de los detalles más destacados en nues­tros libros de notas.

El edificio en que habíamos entrado era de gran tamaño y complejidad, y nos dio una idea impresionante de la ar­quitectura de aquel ignoto pasado geológico. Las particiones interiores eran menos gruesas que los muros exteriores, pero en las partes bajas estaban muy bien conservadas. Una complejidad laberíntica caracterizaba la disposición de las piezas, incluidas curiosas irregularidades de nivel; e indudablemente nos hubiéramos extraviado desde el prin­cipio de la exploración a no ser por la pista de papeles que fuimos dejando a nuestra espalda. Decidimos explorar primeramente las partes altas más deterioradas, por lo que ascendimos una distancia de unos cien pies hasta la planta superior, donde las cámaras se abrían ruinosas y cubiertas de nieve bajo el cielo polar. Efectuamos el ascenso por empinadas rampas de piedra dotadas de travesaños que hacían por doquier las veces de escaleras. Las estancias que encontramos tenían todas las formas y dimensiones imagi­nables, desde salas en forma de estrella de cinco puntas a triángulos y cubos perfectos. Puede decirse que las más de ellas tenían una superficie de treinta pies de ancho, treinta de largo y veinte de altura, aunque encontramos otras de mayores dimensiones. Después de examinar dete­nidamente las plantas superiores y la del nivel del hielo, bajamos, piso por piso, a la parte sumergida, en donde pronto advertimos que nos hallábamos en un continuo laberinto de cámaras y pasadizos que probablemente con­ducían a otras zonas ilimitadas situadas fuera de aquel edi­ficio. El ciclópeo espesor de los muros y las gigantescas dimensiones de cuanto nos rodeaba resultaban curiosamen­te opresivos; y algo vago pero profundamente inhumano se revelaba en todos los contornos, proporciones, decora­dos y matices de construcción del arcaico y repulsivo ta­llado de la piedra. Pronto comprendimos, por lo que reve­laban los bajorrelieves, que aquella monstruosa ciudad te­nía una antigüedad de muchos millones de años.

Aún no podemos explicar los principios de ingeniería que se aplicaron para lograr el anómalo equilibrio y acopla­miento de aquellas inmensas masas de piedra, aunque re­sultaba claro que se había hecho gran uso de los arcos. Las estancias en que entramos estaban completamente va­cías de cualquier objeto portátil, lo que confirmaba nuestra creencia de que la ciudad había sido abandonada delibera­damente. La principal característica de la decoración era el sistema casi universal de bajorrelieves murales que ten­dían a extenderse en franjas horizontales continuas de un ancho de tres pies y dispuestas paralelamente desde el suelo hasta el techo, alternando con listas de igual anchura reservadas para caprichosos dibujos geométricos. Alguna excepción había de esta disposición, pero su preponderan­cia era completa. No obstante, se veían con frecuencia una serie de medallones embutidos en las franjas de arabescos, pero cuyas lápidas solamente mostraban un conjunto de puntos curiosamente agrupados.
Pronto constatamos que la técnica empleada era ma­dura, consumada y de una estética muy evolucionada co­rrespondiente al más alto grado de civilización, aunque totalmente ajena en todos sus detalles a cualquier tradición artística del género humano. En cuanto a delicadeza de ejecución, superaba la de todas -las esculturas que he visto jamás. Los detalles más pequeños de las complicadas plan­tas o de la vida animal estaban interpretados con asom­broso realismo a pesar de la gran escala de las tallas, y los dibujos decorativos eran verdaderas maravillas de ha­bilísima complejidad. Los arabescos mostraban una mani­fiesta utilización de principios matemáticos y estaban for­mados por líneas curvas de misteriosa simetría y ángulos basados en el número cinco. Las franjas de arte represen­tativo se atenían a una tradición muy formalista y revela­ban un peculiar tratamiento de la perspectiva, aunque po­seían una fuerza que nos afectó profundamente a pesar del abismo de larguísimos períodos geológicos que nos sepa­raba de ellas. El método de diseño se basaba en una sin­gular yuxtaposición de la sección transversal con la silueta bidimensional, revelando una psicología analítica superior a la de cualquier raza conocida de la antigüedad. En vano trataría de comparar aquel arte con otro cualquiera repre­sentado en nuestros museos. Quienes vean las fotografías que obtuvimos es probable que encuentren la analogía más cercana a ellos en ciertos conceptos grotescos de los futu­ristas más audaces.

La tracería de arabescos consistía totalmente en líneas hundidas, cuya profundidad en los muros no erosionados era de entre una y dos pulgadas. Cuando aparecía algún medallón con grupos de puntos en él —evidentemente inscripciones en algún idioma y alfabetos primitivos e igno­tos—-, el rebajamiento de la superficie lisa sería tal vez de una pulgada y media, y la de los puntos quizá media pul­gada más. Las franjas de bajorrelieves eran de técnica de embutido, y el fondo estaba rebajado como dos pulgadas en relación con la superficie original del muro. En algunos casos se podían percibir ligeros vestigios de color, pero los incontables eones transcurridos habían desintegrado y he­cho desaparecer de forma casi uniforme cualquier pigmen­to que sobre ellos se hubiera podido aplicar. Cuanto más estudiábamos aquella maravillosa técnica, más admirába­mos la obra. Bajo el riguroso convencionalismo se percibía la minuciosa y exacta observación y la habilidad pictórica de los artistas; y, de hecho, esas mismas convenciones ser­vían para simbolizar y acentuar la verdadera esencia, o vital diferenciación de todos los objetos representados. Presen­timos también que más allá de esas evidentes excelencias existían otras ocultas que escapaban a nuestra percepción. Algunos rasgos aquí y allá insinuaban vagamente símbolos latentes y estímulos que una capacidad mental ‘y emotiva diferente, y un equipo sensorial más completo que el nues­tro podía haber dotado de un significado más profundo y conmovedor.

Los temas de los bajorrelieves pertenecían evidentemen­te a la vida de la desaparecida época en que se tallaron y contenían una gran parte de su historia. Era este anó­malo sentido histórico de aquella raza primigenia —cir­cunstancia casual que por una coincidencia obraba mila­grosamente a nuestro favor— lo que hacía tan asombro­samente informativos los bajorrelieves y lo que nos im­pulsó a anteponer las fotografías y la transcripción a cualquier otra consideración. En algunas de las cámaras alteraba la disposición habitual la presencia de mapas, car­tas astronómicas y otros dibujos de naturaleza científica a gran escala, todo lo cual vino a constituir una ingenua y terrible corroboración de lo que habíamos deducido de las franjas y frisos pictóricos. Al insinuar lo que todo aque­llo revelaba, únicamente me cabe esperar que mi relato no despierte una curiosidad superior a la sensata cautela en quienes lleguen a creerme.

Sería una tragedia que al­guien se sintiera atraído por aquellos dominios de la muer­te y el horror tentado precisamente por mis advertencias dirigida a desalentar de tal empresa.
Interrumpían aquellos muros decorados ventanas eleva­das y arcos de doce pies de alto; unas y otras conservaban los tableros petrificados, profusamente tallados y pulidos, de postigos y hojas de puerta. Todos los accesorios metá­licos que habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero algunas de las puertas se mantenían cerradas y nos vimos obligados a abrirlas a la fuerza para pasar de una cáma­ra a otra. Aquí y allá se conservaban, aunque no en nú­mero considerable, algunos marcos de ventana con extra­ños entrepaños transparentes, elípticos los más de ellos. También había abundantes hornacinas de gran tamaño, generalmente vacías, aunque de tarde en tarde alguna contenía un extraño objeto tallado en esteatita verde, que, o estaba roto, o se consideró de valor insuficiente para justificar su traslado. Había otras aberturas indudablemen­te relacionadas con desaparecidos utensilios mecánicos —de calefacción, iluminación y cosas del tipo que suge­rían muchos de los bajorrelieves.

Los techos tendían a la sencillez, pero algunas veces estaban decorados con incrus­taciones de esteatita verde o con azulejos de varias clases, casi todos ellos desaparecidos. Los suelos estaban, en oca­siones, igualmente cubiertos de azulejos, pero predomina­ban los suelos enlosados.

Como he dicho anteriormente, no se veían muebles ni enseres, pero los bajorrelieves daban clara idea de los ex­traños objetos que habían visto aquellos aposentos seme­jantes a panteones llenos de sonoros ecos. A niveles supe­riores al de la capa de hielo, los suelos aparecían por lo general cubiertos de escombros y suciedad, pero más abajo unos y otra disminuían. En algunos de los corredores y aposentos más bajos apenas había sino polvo arenoso o añejas incrustaciones, mientras que en otras estancias se advertía una misteriosa limpieza como de lugar recién ba­rrido. Naturalmente, en donde había habido derrumba­miento, los aposentos bajos estaban tan colmados de es­combros como los de arriba. Un patio central —como en otras edificaciones que habíamos visto desde lo alto— li­braba a las estancias interiores de la total oscuridad por lo que rara vez tuvimos que utilizar las linternas eléctri­cas en las cámaras de arriba, excepto para estudiar los de­talles esculpidos. Pero bajo la capa de hielo aumentaba la penumbra; y en muchos lugares de la laberíntica planta baja, la oscuridad llegaba a ser casi absoluta.

Para formarse aunque no sea más que una idea rudi­mentaria de lo que fueron nuestros pensamientos y sen­saciones conforme penetrábamos en aquel laberinto de si­lencio más que milenario y de mampostería ajena a la humanidad, sería menester correlacionar un caos desespe­radamente enmarañado de huidizos estados de ánimo, re­cuerdos e impresiones. La misma enorme antigüedad y la mortal desolación del lugar bastaban para abrumar casi a cualquier persona sensible, pero además de estos elemen­tos contaban el reciente e inexplicado horror del campa­mento y las revelaciones que pronto habíamos de encon­trar en las espeluznantes imágenes esculpidas que nos ro­deaban. En el momento en que nos encontramos ante un fragmento de bajorrelieve en perfecto estado, con imáge­nes tan claras que no permitían las interpretaciones erró­neas, no tuvimos más que estudiarlo brevemente para des­cubrir la horrible verdad —una verdad que seria ingenuo pretender que Danforth y yo, cada uno por su cuenta, no habíamos sospechado con antelación, aunque nos hubiéra­mos abstenido incluso de insinuárnosla mutuamente. Ya no podía caber duda ninguna acerca de la naturaleza de los seres que habían edificado esta monstruosa ciudad muerta y que habían vivido en ella hacia millones de años, cuando los antepasados del hombre eran mamíferos arcai­cos y primitivos y cuando los gigantescos dinosaurios va­gaban por las tropicales estepas de Europa y de Asia.

Hasta entonces nos habíamos aferrado a una desespera­da alternativa y habíamos insistido —cada uno en su fue­ro interno— en que la omnipresencia del tema de las cin­co puntas sólo significaba algún tipo de exaltación cultu­ral o religiosa de un objeto natural arcaico que encarnaba claramente dicha forma, igual que los motivos decorativos de la Creta minoica exaltaban el toro sagrado, los de Egip­to el escarabajo, los de Roma el lobo y el águila, y las diversas tribus salvajes un animal totémico. Pero este úni­co refugio nos fue arrebatado ahora obligándonos a en­frentarnos definitivamente con una realidad peligrosa para la razón y que indudablemente el lector de estas páginas hace ya tiempo que ha adivinado. Apenas puedo soportar la idea de escribirlo ni siquiera ahora, pero tal vez no sea necesario.

Lo que se crió y habitó dentro de aquellos formidables edificios en la era de los dinosaurios no fueron, desde ‘lue­go, dinosaurios, sino algo mucho peor. Estos eran seres nuevos y casi desprovistos de cerebro, pero los construc­tores de la ciudad eran sabios y viejos y habían dejado ciertas señales en las piedras que, induso entonces, lleva­ban colocadas casi mil millones de años, piedras colocadas antes que la vida —tal como ‘hoy la conocemos— hubiera pasado de ser más que un dúctil grupo de células, piedras colocadas antes que hubiera existido en la Tierra vida ver­dadera. Ellos fueron sin duda los que crearon y esclavizaron esa vida y los modelos en que se basaban los pérfidos mitos primigenios que se insinúan temerosamente en los Manuscritos Pnakóticos y en el Necronomicón. Eran los Primordiales que habían bajado de las estrellas cuan­do la Tierra era joven —los seres cuya sustancia había modelado una extraña evolución y cuyos poderes eran ma­yores de los que jamás habían existido en este planeta. ¡Pensar que solamente ayer Danforth y yo habíamos con­templado trozos de sustancia fosilizada hacía millares de anos y que el desgraciado Lake y sus compañeros habían visto su figura completa...!

Naturalmente, me es imposible relatar en el debido or­den las etapas en que reunimos lo que hoy sabemos acerca de aquel monstruoso capítulo de la vida prehumana. Des­pués de la primera impresión producida por la certeza de las revelaciones tuvimos que detenernos algún tiempo para reponemos, y eran más de las tres cuando comen­zamos nuestro verdadero recorrido de investigación siste­mática. Las esculturas del edificio en que entramos eran de una época relativamente menos remota —quizá de hace dos millones de años— según los indicios geológicos, bio­lógicos y astronómicos, y tenían un estilo que pudiera lla­marse decadente al compararlo con el de las muestras que encontramos en otros edificios después de cruzar puentes bajo la capa de hielo. Uno de los edificios, tallado todo él en la roca viva, parecía remontarse a una antigüedad de cuarenta o quizá cincuenta millones de años —al Eoceno inferior o Cretáceo superior— y contenía bajorrelieves de un arte superior a todo lo que hasta entonces habíamos encontrado, con una tremenda excepción. Aquélla fue, se­gún hemos convenido posteriormente, la vivienda más an­tigua que atravesamos.

De no ser por el testimonio de las fotografías sacadas con la ayuda de flash y que se publicarán en breve, me abstendría de decir lo que encontré y deduje, para que no me encerraran por loco. Naturalmente, las partes infini­tamente primitivas de este relato compuesto de muchos fragmentos, las que atañen a la vida preterrestre de los seres de cabeza estrellada en otros planetas, en otras gala­xias y en otros universos, pueden interpretarse fácilmente como la fantástica mitología de esos mismos seres, pero esas partes se aproximaban en ocasiones de manera tan prodigiosa a los más modernos descubrimientos de la cien­cia matemática y de la astrofísica que apenas sé qué pen­sar. Que juzguen otros cuando vean las fotografías que he de publicar.

Naturalmente, ninguno de los bajorrelieves que encon­tramos contaba más que una fracción de un relato conti­nuo, ni nosotros descubrimos las diversas etapas de la narración en su debido orden. Algunas de las vastas estan­cias constituían unidades independientes en cuanto a las esculturas que contenían, mientras que en otros casos una misma crónica se continuaba a través de una serie de pa­sillos y habitaciones. Los mapas y diagramas mejores es­taban en los muros de un terrible abismo que quedaba por debajo del antiguo nivel del suelo, una caverna de dos­cientos pies cuadrados aproximadamente y una altura de unos sesenta pies, y que fue casi con seguridad un centro de enseñanza de una u otra clase. Había muchas estimu­lantes repeticiones del mismo material en diferentes cáma­ras y edificios, pues ciertos capítulos y ciertos resúmenes o fases de su historia racial habían sido, evidentemente, los preferidos de los distintos decoradores y habitantes de aquellos edificios. En ocasiones, sin embargo, las diversas variantes de un mismo tema nos fueron de gran utilidad para aclarar algunos puntos discutibles y para rellenar al­gunas lagunas.

Todavía me asombra que pudiéramos deducir tanto en el poco tiempo de que dispusimos. Naturalmente, aun hoy solamente tenemos un esbozo de la historia, y gran parte de él lo conseguimos más tarde mediante el estudio de las fotografías y de los dibujos que hicimos. Puede que sea el efecto de ese estudio posterior, del revivir de los recuer­dos y de las impresiones difusas conservadas, actuando en conjunción con su sensibilidad general y con aquel supues­to ‘horror supremo que creyó haber visto y cuya esencia ni a mi quiere revelar, lo que ha causado el derrumba­miento mental de Danforth. Pero era inevitable, pues no podíamos hacer una advertencia documentada sin dar la información más completa posible, y su publicación era una necesidad primordial. Ciertos influjos que aún persis­ten en aquel desconocido mundo antártico de tiempo des­ordenado y leyes naturales desconocidas, hacen absoluta­mente necesario que se desaliente toda futura exploración.
­
VII

El relato completo, en la medida en que hayamos podi­do descifrarlo, se publicará en un boletín oficial de la Universidad Miskatónica. Aquí solamente esbozaré los puntos descollantes de manera informe y desordenada. Mí­ticos o no, los bajorrelieves relataban la llegada a la tierra naciente y sin vida de esos seres con cabeza en forma de estrella venidos a través del espacio cósmico; su llegada y la de muchos otros entes extraños a la Tierra que en ocasiones emprenden exploraciones espaciales. Parece que podían atravesar el éter interestelar con sus grandes alas membranosas —lo que confirma de extraña manera algu­nas leyendas populares montañesas que me contó hace mucho tiempo un colega especializado en saberes antiguos. Habían vivido bajo las aguas del mar largo tiempo, edi­ficando en su fondo ciudades fantásticas y sosteniendo te­rribles combates con adversarios sin nombre empleando extraños aparatos activados por principios energéticos des­conocidos. Es evidente que sus conocimientos científicos y mecánicos superaban con mucho los del hombre actual, aunque utilizaban sus formas más amplias y complicadas solamente en caso de obligada necesidad. Algunos de los bajorrelieves daban la idea de que habían pasado en otros planetas por una fase de vida mecanizada, pero al encon­trar sus efectos emotivamente nada satisfactorios, la ha­bían rechazado. Su dureza orgánica poco natural y la sen­cillez de sus necesidades los ‘hacia especialmente capaces de adaptarse a una vida superior sin necesidad de los más especializados frutos de la manufactura artificial, y aun sin ropas, excepto para protegerse algunas veces contra los elementos.

Fue bajo las aguas del mar donde en un principio, para alimentarse y más tarde por otros motivos, crearon pri­meramente la vida terrestre, empleando las sustancias que tenían a su alcance según métodos conocidos desde anti­guo. Los experimentos más complicados vinieron después de la aniquilación de varios enemigos cósmicos. Habían hecho lo mismo en otros planetas luego de fabricar no solamente los alimentos necesarios, sino también ciertas masas protoplásmicas multicelulares capaces de formar con sus tejidos toda clase de órganos temporales bajo in­fluencia hipnótica, siendo así los esclavos ideales para eje­cutar el trabajo pesado de la comunidad. Estas masas vis­cosas eran sin duda aquellas a las que Abdul Alhazred se había referido entre susurros dándoles el nombre de «sho­goths» en su aterrador Necronomicón, aunque ni siquiera aquel árabe demente había insinuado que existieran algu­nos en la Tierra, salvo en los sueños de quienes hubieran masticado ciertas hierbas alcaloides. Cuando los Primor­diales de este planeta hubieron sintetizado sus sencillos alimentos y creado un número suficiente de shogoths, per­mitieron que se desarrollaran otros grupos de células para que formaran otras clases de vida animal y vegetal con diversos fines, extirpando aquellas cuya presencia llegó a molestarles.

Con la ayuda de los shogoths, cuyas prolongaciones po­dían levantar pesos prodigiosos, las pequeñas ciudades sub­marinas crecieron hasta transformarse en imponentes labe­rintos de piedra no muy diferentes de los que luego se alzarían en tierra. De hecho, los Primordiales, adaptables en extremo, habían vivido durante largo tiempo en la su­perficie en otras partes del universo y probablemente con­servaban muchas de las tradiciones de la edificación terrestre. Mientras estudiábamos la arquitectura de estas ciudades paleontológicas esculpidas en relieves, induso aquella cuyos pasadizos muertos en remotísimas eras re­corríamos ahora, nos impresionó una curiosa coincidencia que todavía no hemos tratado de explicarnos ni a nos­otros mismos. Los remates de los edificios, que en la ciu­dad real que nos rodeaba habían sufrido en lejanas eras las inclemencias del tiempo hasta quedar convertidos en ruinas informes, aparecían claramente representados en los bajorrelieves formando racimos de agudos chapiteles, de delicados pináculos que acababan en forma cónica o pi­ramidal, y ringleras de finos discos en forma de festones horizontales que coronaban respiraderos verticales. Esto era exactamente lo que habíamos’ visto en aquel espejismo descomunal y portentoso, proyectado por una ciudad ex­tinta carente de tales siluetas desde hacía millares y dece­nas de millares de años y que sorprendió nuestros ojos ignorantes al surgir en las alturas contra el fondo inescru­table de las montañas cuando nos acercábamos por prime­ra vez al campamento devastado del desgraciado Lake.

Muchos tomos se podrían escribir acerca de la vida de los Primordiales en el fondo del mar y de la que luego llevarían los que emigraron a tierra. Aquellos que habi­taron en aguas profundas habían conservado por comple­to el sentido de la vista que tenían localizada en los extremos de sus cinco tentáculos cefálicos, y habían prac­ticado el arte de la escultura y la escritura en la forma habitual, empleando para escribir un estilete en super­ficies enceradas impermeables. Los que habitaban a ma yores profundidades marinas, aunque utilizaban un curioso organismo fosforescente para alumbrarse, suplian la vista con misteriosos sentidos especiales que requerían el uso de los cilios prismáticos de la cabeza —sentidos que per­mitían a los Primordiales prescindir parcialmente de la luz en casos de apuro. Sus formas de escultura y escritura cambiaron curiosamente cuando descendieron a las pro­fundidades y adoptaron ciertos métodos de revestimiento al parecer químicos —probablemente para conseguir fos­forescencia— que los bajorrelieves no explicaban con cla­ridad. Estas criaturas se movían dentro del mar en parte nadando, utilizando los brazos crinoideos laterales, y en parte arrastrándose impulsados por la fila inferior de ten­táculos que albergaban las falsas patas. Algunas veces vo­laban distancias considerables utilizando para ayudarse sus dos o cuatro alas plegables en forma de abanico. En tierra empleaban habitualmente las pseudopatas, pero al­gunas veces realizaban vuelos a gran altura y recorrían largas distancias con las alas. Los abundantes y finos ten­táculos en que se dividían los brazos crinoideos eran de coordinación muscular y nerviosa infinitamente delicada, flexibles y fuertes, proporcionándoles una enorme habili­dad para ejecutar toda clase de labores artísticas y ma­nuales de otra índole.

La resistencia y dureza de aquellas criaturas era sor­prendente. Ni siquiera’ las tremendas presiones de las ma­yores profundidades marinas parecían capaces de afectar­las. Diriase que eran pocas las que morían, excepto de resultas de la violencia, y sus lugares de enterramiento eran escasos. El hecho de que enterraran a sus muertos verticalmente cubriéndolos con túmulos en forma de cin­co puntas, nos sugirió a Danforth y a mí pensamientos que hizo necesaria una nueva pausa para recuperarnos cuando los bajorrelieves nos lo revelaran. Aquellos seres se multiplicaban por medio de esporas —como plantas pteridofitas, que es lo que supuso Lake—, pero como consecuencia de su extraordinaria resistencia y longevi­dad, no necesitaban reproducirse en exceso de forma que no fomentaban el desarrollo en gran escala de nuevos gametos excepto cuando iban a colonizar nuevas regio­nes. Los jóvenes maduraban con rapidez y recibían una enseñanza evidentemente muy superior a la que podemos imaginar. Su vida intelectual y estética estaba muy des­arrollada y daba vida a un conjunto extremadamente arraigado de costumbres e instituciones que describiré con más detalle en la monografía que tengo en preparación. Las unas y las otras variaban ligeramente según el lugar de residencia fuera marino o terrestre, pero los funda­mentos eran iguales en lo esencial.

Aunque por ser vegetales podían nutrirse de sustan­cias inorgánicas, preferían los alimentos orgánicos, y es­pecialmente los de origen animal. Comían crudos los ali­mentos de origen marino, pero cocinaban las viandas en tierra. Cazaban y criaban ganado de carne, al que sacri­ficaban empleando instrumentos muy afilados cuyas seña­les en ciertos huesos fósiles habían observado los miem­bros de nuestra expedición. Aguantaban todas las tem­peraturas ambientales maravillosamente, y en su estado natural podían vivir en aguas a temperaturas próximas a los cero grados centígrados. Sin embargo, cuando arrecia­ron los fríos del plioceno hace casi un millón de años, los que habitaban en tierra tuvieron que recurrir a me­didas especiales, entre ellas la calefacción artificial, hasta que el frío mortal les obligó, al parecer, a volver al mar. Para realizar sus vuelos prehistóricos a través del espacio cósmico, según la leyenda, absorbían ciertos productos quí­micos que casi los independizaba de la alimentación, la respiración, el frío y el calor, pero cuando llegó la gran ¿poca glacial ya se había perdido el método. En cualquier caso, no hubieran podido prolongar indefinidamente ese estado artificial sin causarse daño.

Al no emparejarse y .tener una estructura semivegetal, los Primordiales carecían de base biológica para la fase familiar de la vida de los mamíferos, pero parece que muchos de ellos compartian viviendas basándose en el principio de aprovechamiento del espacio, y, según pudi­mos colegir de las ocupaciones y entretenimientos de los compañeros de vivienda representados en los bajorrelieves, en la placentera asociación mental. Al amueblar las viviendas, conservaban todo en el Centro de la inmensa estancia y dejaban los espacios murales para la decora­ción. La iluminación, en el caso de los que habitaban en tierra, la conseguían mediante un procedimiento proba­blemente electroquímico. Tanto en tierra como bajo el agua, utilizaban curiosas mesas, sillas y divanes como bas­tidores cilíndricos, pues reposaban y dormían erguidos con los tentáculos plegados, y estanterías para los con­juntos de superficies punteadas que constituían sus libros.

El gobierno era, evidentemente, complejo y probable­mente de tipo socialista, aunque nada podía deducirse con certidumbre acerca de esto de los bajorrelieves que vimos. Era grande el movimiento comercial, tanto el lo­cal como entre distintas ciudades, empleándose como di­nero pequeñas fichas grabadas de cinco puntas. Probable­mente los trozos de esteatita verdosa más pequeños encontrados por nuestra expedición correspondieran a esa clase de monedas. Aunque la cultura era primordialmente urbana, existía algo de agricultura y gran actividad gana­dera. También se dedicaban a la minería y existían algu­nas actividades fabriles. Viajaban mucho, pero la emigra­ción permanente no parecía ser muy frecuente, si se ex­ceptúan los grandes movimientos colonizadores mediante los cuales se extendía la raza. No empleaban ayuda exter­na alguna para la locomoción personal, pues los Primordiales, tanto en la tierra como en el aire y en el agua, parecían poseer posibilidades de moverse a enorme velo­cidad. Las cargas, sin embargo, las arrastraban bestias de tiro: los shogoths bajo el agua y una curiosa variedad de vertebrados primitivos en los años posteriores de exis­tencia terrestre.

Estos vertebrados, así como otras infinitas formas de vida —animal y vegetal, marina, terrestre y aérea—, eran producto de una evolución no dirigida de células vivas creadas por los Primordiales, pero cuyo desarrollo que­daba fuera del radio de su atención. Se les había permi­tido desarrollarse libremente porque no habían provoca­do conflictos a los seres dominantes. Las formas evolucio­­nadas que resultaban inconvenientes se exterminaban mecánicamente. Nos llamó la atención ver en algunas de las últimas esculturas más decadentes a un mamífero primi­tivo de torpe andar utilizado unas veces como alimento y otras como jocoso bufón por parte de los habitantes te­rrestres, mamífero cuyo carácter de predecesor de simios y seres humanos era inconfundible. Para edificar las ciu­dades terrestres, las inmensas piedras de las altas torres las subían generalmente pterodáctilos de grandes alas, de una especie desconocida hasta ahora por la paleontología.

La pervivencia de los Primordiales a través de los diversos cambios y convulsiones geológicas de la corteza te­rrestre fue casi milagrosa. Aunque pocas de sus ciudades primeras (tal vez ninguna) sobrevivieron a la Era Arcai­ca, no existió interrupción alguna de su civilización o en la transmisión de sus anales. El lugar original de su llegada al planeta fue el Océano Antártico, y es probable que llegaran no mucho después que la materia de que se formó la Luna se desprendiera del cercano Pacífico Sur. Según uno de los mapas esculpidos, todo el globo estaba entonces sumergido bajo el agua, y las ciudades de piedra fueron esparciéndose más y más, alejándose del Antártico según pasaban los eones. Otro mapa mostraba una gran masa de tierra firme en torno al Polo Sur, en donde es evidente que algunos de estos seres trataron de establecer colonias experimentales, aunque los centros principales los trasladaron al fondo del mar más cercano. Mapas posteriores mostraban la gran masa de tierra como resquebrajándose y a la deriva, con algunas de las partes separadas desligándose hacia el Norte, sustentando de ma­nera notable las teorías de los deslizamientos tectónicos expuestas recientemente por Taylor, Wegener y Joly.

Con el surgimiento de nuevas tierras en el Pacífico Sur, se iniciaron tremendos acontecimientos. Algunas de las ciudades submarinas quedaron destrozadas, y no fue ésta la mayor desgracia. Otra raza, una raza terrestre con for­ma de pulpo y probablemente correspondiente a fabulosos seres prehumanos engendrados por Cthulhu, comenzó a llegar procedente del infinito cosmos e inició una salvaje guerra que obligó de nuevo a los Primordiales a refu­giarse temporalmente en las profundidades del mar —gol­pe tremendo para ellos en vista de sus crecientes colonias construidas en la superficie. Más tarde se concertó la paz, y las nuevas tierras se cedieron a los descendientes de Cthulhu, mientras que el mar y las tierras más antiguas quedaban bajo el dominio de los Primordiales. Se funda­ron nuevas ciudades terrestres, las mayores de ellas en la Antártida, pues esta región de la primera llegada era sagrada. En lo sucesivo, como había acontecido anterior­mente, la Antártida continuó siendo el centro de la civi­lización de los Primordiales, de forma que los descen­dientes. de Cthulhu desaparecieron de sus vidas. Mas lue­go, las tierras del Pacífico se hundieron nuevamente, lle­vándose consigo a la espantosa ciudad de piedra de R’lyeh y a todos los pulpos cósmicos, con lo que los Primordiales volvieron a ser dueños del planeta si se exceptúa un vago temor del que no les gustaba hablar. En eras bastante posteriores sus ciudades se esparcieron por todas las re­giones terrestres y marinas del globo, de ahí la recomen­dación que haré en mi próxima monografía de que algún arqueólogo realice perforaciones sistemáticas con el apa­rato de Pabodie, u otro semejante, en ciertas regiones muy separadas entre sí.

La tendencia constante a lo largo de los tiempos, fue la de pasar del mar a la tierra, movimiento estimulado por el surgir de nuevas tierras, aunque no por eso deja­ron desierto el mar en ningún momento. Otra causa de la emigración hacia la tierra fue las muchas dificultades que surgieron para la cría y gobierno de los shogoths, de los cuales dependía la prosperidad de la vida en el mar. Con el transcurrir del tiempo, y según confesaban tristemente los bajorrelieves, el arte de crear nueva vida a base de materia inorgánica se fue olvidando, por lo que los Primordiales se vieron obligados a depender de la posibilidad de moldear seres ya existentes. En tierra, los grandes reptiles resultaban muy moldeables, pero los shogoths marinos, que se reproducían por división celu­lar partenogenética y estaban adquiriendo un grado peli­groso de inteligencia, representaron durante algún tiempo un formidable problema.

Siempre se los había gobernado mediante las sugestio­nes hipnóticas de los Primordiales que modelaban su dura plasticidad para formar miembros útiles y órganos tem­porales, pero ahora ejercían a veces su capacidad auto­modeladora de manera independiente e imitando formas inculcadas anteriormente. Habían desarrollado, al parecer, un «cerebro» semiestable, cuya capacidad de volición in­dependiente y tenaz se hacía eco de la voluntad de los Primordiales, pero no siempre la obedecían. Las imágenes talladas de estos shogoths nos llenaron a Danforth y a mí de horror y repulsión. Eran, por lo general, entes in­formes compuestos de una gelatina viscosa que les daba el aspecto de un gran conjunto de burbujas aglutinadas, con alrededor de quince pies de diámetro cuando asu­mían forma esférica. Pero su forma y volumen cambiaba constantemente y surgían de ellos excrecencias temporales o formaban órganos visuales, auditivos u orales imitando a sus amos, espontáneamente o por sugestión.

Parece que se tornaron especialmente rebeldes hacia mediados de la era pérmica, hace quizá ciento cincuenta millones de años, cuando hubo una verdadera guerra en­tre ellos y los Primordiales del mar. Las escenas talladas de esta guerra y el estado cubierto de viscosidad en que los shogoths acostumbraban dejar a sus víctimas después de decapitarías poseían una terrible fuerza amedrentadora a pesar del abismo temporal que de ellas nos separaba. Los Primordiales emplearon curiosas armas de perturba­ción molecular y atómica contra los entes rebeldes y final­mente alcanzaron una completa victoria. Las esculturas mostraban que hubo después un período en el que los shogoths fueron domados y sometidos por los Primordia­les armados, al igual que domaron los vaqueros a los caballos salvajes del Oeste norteamericano. Aunque du­rante la rebelión los shogoths habían demostrado ser ca­paces de vivir fuera del agua, no se alentó esta transición, pues su utilidad en tierra no hubiera resultado propor­cionada a las dificultades que ocasionaba su control.

En la Era Jurásica, los Primordiales padecieron nuevas adversidades, esta vez como resultado de otra invasión llegada del espacio exterior, una invasión de criaturas mitad fungosas y mitad crustáceas, indudablemente las mismas que aparecen en ciertas leyendas que se cuentan a media voz en las montañas del Norte y que se recuer­dan en el Himalaya con el nombre de Mi-Go, o abomina­ble Hombre de las Nieves; Para luchar contra estos seres, los Primordiales intentaron, por primera vez desde su llegada a la Tierra, regresar al éter planetario; pero a pesar de realizar todos los preparativos tradicionales, vie­ron que ya no les era posible salir de la atmósfera terres­tre. Cualquiera que fuera el secreto de los viajes interes­telares, su raza lo había perdido para siempre. Finalmen­te, los Mi-Go expulsaron a los Primordiales de todas las tierras del Norte, aunque no pudieron atacar a los del mar. Poco a poco comenzó la lenta retirada de esta anti­quísima raza a sus habitáculos originales de la Antártida.

Resulta curioso observar en las batallas representadas en los bajorrelieves, que tanto los descendientes de Cthul­hu como los Mi-Go parecían estar formados por una sus­tancia notoriamente distinta de la que sabemos caracteri­zaba a los Primordiales. Podían transformarse adoptando formas que eran imposibles para sus adversarios, lo que hace suponer que llegaron de regiones del espacio cós­mico todavía más remotas. Los Primordiales, excepto por su anómala dureza, y sus peculiares características vita­les, eran rigurosamente materiales y debieron de tener su origen absoluto dentro del conocido continuo de tiem­po-espacio, en tanto que el origen de los otros seres sólo puede ser objeto de conjeturas expresadas en voz baja. Todo esto, naturalmente, suponiendo que las conexiones ultraterrestres y las anomalías achacadas a las fuerzas in­vasoras no fueran pura mitología. Es posible que los Pri­mordiales inventaran un fondo cósmico para justificar sus ocasionales derrotas, dado que el interés por la historia y el orgullo eran sus principales características psicológi­cas. Es significativo que sus anales no mencionaran mu­chas razas avanzadas y poderosas de seres cuya egregia cultura y grandes ciudades figuran insistentemente en ciertas las leyendas oscuras.

El cambiante estado del mundo a lo largo de las ex­tensas eras geológicas aparecía descrito con sorprendente realismo en muchos de los mapas y escenas de los bajorre­lieves. En algunos casos habrá que revisar la ciencia ac­tual, mientras que en otros sus audaces deducciones que­dan magníficamente confirmadas. Como he dicho, la hipótesis de Taylor, Wegener y Joly, según la cual todos los continentes son fragmentos de masa de tierra antártica original, que se resquebrajó bajo el efecto de la fuerza centrífuga y cuyos trozos se separaron deslizándose sobre una superficie inferior técnicamente viscosa —hipótesis que sugieren, por ejemplo, los perfiles complementarios de Africa y Sudamérica y la forma en que las grandes cor­dilleras aparecen como rodadas y empujadas hacia arri­ba—, encuentra notable apoyo en esta misteriosa fuente.

Algunos mapas relativos indudablemente al mundo en el periodo Carbonífero de hace cien millones de años, o aún más antiguos, mostraban significativas fallas y abismos que luego separarían a Africa de las tierras de Europa (la Valusia de la antigua leyenda), Asia, las Américas y el continente antártico. Otros mapas, sobre todo uno rela­cionado con la fundación, hace cincuenta millones de años, de la vasta ciudad muerta que nos rodeaba, mostraban los actuales continentes bien diferenciados. Y en el más re­ciente que pudimos descubrir, tal vez del Plioceno, se veía muy claramente el mundo casi tal como es en la actualidad, a pesar de la unión de Alaska con Siberia, de América del Norte con Europa a través de Groenlandia, y de América del Sur con el continente antártico por medio de la tierra de Graham. En el mapa del período Carbonífero, todo el globo, tanto el fondo del océano como las masas de tierra separadas, mostraba símbolos de las vastas ciudades de piedra de los Primordiales, pero en mapas posteriores se apreciaba claramente la paula­tina retirada hacia la Antártida. El último mapa, el del Plioceno, no mostraba ninguna ciudad terrestre, excepto en el continente antártico y en el extremo de América del Sur, y tampoco ciudad marina alguna más al norte del paralelo 50 de latitud sur. Es evidente que el cono­cimiento del mundo nórdico, y el interés por él, excep­tuando un estudio riel litoral realizado probablemente du­rante largos vuelos de exploración hechos con ayuda de aquellas alas membranosas en forma de abanico, habían decaído, evidentemente, hasta quedar reducido a cero en­tre los Primordiales.

La destrucción de ciudades por el levantamiento de las montañas, la fragmentación de los continentes por el efec­to de la fuerza centrífuga, las convulsiones sísmicas del fondo del mar y de la tierra y otras causas naturales era allí un puro relato histórico; y resultaba curioso observar cómo se dejaba de reemplazarlas según pasaban las eras. La vasta megalópolis muerta que mostraba sus fauces en mil oquedades en torno nuestro parecía haber sido el pos­trero centro general de la raza, edificado a principios de la Era Cretácea después que la titánica elevación de la Tie­rra arrasara una ciudad anterior de mayores dimensiones y no muy distanté. Parecía que esta región era el lugar más sagrado de todos, el sitio en que los primeros Pri­mordiales habían creado su colonia en el fondo del mar. En la nueva ciudad —muchas de cuyas características pu­dimos. reconocer representadas en los bajorrelieves, pero que se extendía durante cien millas a lo largo de la cor­dillera en ambas direcciones, hasta más allá de los límites de nuestra exploración aérea— se suponía que se conser­vaban ciertas piedras sagradas pertenecientes a la primera ciudad del fondo del mar, la cual había surgido de entre las aguas y se había asomado a la superficie y a la luz después de larguísimas épocas en el curso del general des­moronamiento de los estratos.


VIII

Naturalmente, Danforth y yo estudiamos con especial interés, y con la extraña sensación de estar amenazados personalmente, todo lo correspondiente a la zona en que nos encontrábamos. Las muestras locales abundaban como es natural; y en la intrincada parte baja de la ciudad tuvimos la suerte de encontrar una casa de los últimos tiempos cuyas paredes, aunque algo dañadas por un co­rrimiento cercano, tenían bajorrelieves de ejecución deca­dente que narraban la historia hasta un periodo muy pos­terior al del mapa del plioceno y que nos proporcionó un postrero atisbo de aquel mundo anterior al humano. Fue aquel el último lugar que inspeccionamos minucio­samente, porque lo que allí encontramos nos ofreció un nuevo objetivo inmediato.

Estábamos indudablemente en uno de los rincones más extraños y fantásticos del globo terrestre. De todas las tierras existentes aquélla era infinitamente la más anti­gua. Fue apoderándose de nosotros el convencimiento de que aquella horrible altiplanicie tenía que ser la fabulosa meseta de pesadilla de Leng, acerca de la cual ni siquiera el demente autor del Necronomicón quiso hablar. La gran cordillera era inmensamente larga, pues comenzaba como cadena montañosa de poca altura en la Tierra de Luitpold, en la costa del mar de Weddell, y atravesaba casi todo el continente. La parte verdaderamente elevada formaba un gran arco desde 820 de latitud este y 600 de longitud, hasta 700 de latitud este y 1150 de longitud, con su parte cóncava vuelta hacia nuestro campamento y su extremo marino en la región de la larga costa cerrada por el hielo cuyas cimas divisaron Wilkes y Mawson ¿n el círculo antártico.

Sin embargo, otras monstruosas exageraciones de la na­turaleza parecían estar alarmantemente próximas. He dicho que estas cimas tenían mayor altura que las del Hi­malaya, pero los frisos esculpidos me impiden afirmar que son las más altas de la Tierra. Ese sombrío honor le está reservado sin duda a algo que la mitad de las tallas vacilaban en mostrar, mientras que otras lo hacían con muy clara repugnancia y temor. Había, al parecer, una porción de aquellas antiguas tierras —las que primera­mente surgieron de las aguas después que la Tierra se separara de la Luna y que los Primordiales se filtraran a través del espacio desde las estrellas— que se llegó a rehuir por su carácter indeciblemente maldito. Las ciuda­des edificadas en ella se habían derruido tempranamente, viéndose súbitamente abandonadas. Vino luego el primer gran alabeo de la tierra que hizo trepidar convulsivamen­te aquella región en la era comanchiense; una tremenda fila de cumbres había surgido repentinamente en medio del más espantoso estruendo y caos, y fue entonces cuan­do la Tierra vio nacer las montañas más terribles y ele­vadas.

Si la escala de los bajorrelieves era exacta, aquellas odiadas cimas tuvieron que alzarse hasta una altura su­perior a los 40.000 pies; eran inmensamente más altas que las montañas de la locura que habíamos cruzado. Al parecer se extendían aproximadamente desde los 77º de latitud este y 70º de longitud, hasta los 70º de latitud este y 1000 de longitud a menos de trescientas millas de la ciudad muerta, por lo que hubiéramos divisado sus tre­mendas cumbres en el horizonte occidental de no. haber sido por aquella vaga neblina opalescente. Su extremo norte hubiera resultado igualmente visible desde el gran círculo que traza la costa antártica en la Tierra de la Rei­na María.

Algunos de los Primordiales, en los tiempos de la de­cadencia, habían dedicado extrañas preces a aquellas mon­tañas, pero ninguno se acercó a ellas ni osó imaginar qué habría al otro lado. Ningún mortal las había contemplado jamás, y cuando estudié las emociones representadas en las tallas rogué que nadie llegara a verlas. Existen mon­tañas que las protegen a lo largo de la costa que queda más allá —la Tierra de la Reina María y la del Kaiser Guillermo— y doy gracias al cielo de que nadie haya po­dido desembarcar en ellas o escalarías. No tengo el mis­mo escepticismo de antes acerca de antiguas leyendas y temores primitivos y hoy no me río de la idea del es­cultor prehumano según la cual los rayos se detenían significativamente de tarde en tarde en cada uno de los sombríos picachos y un fulgor inexplicable se esparcía desde una de las tremendas cumbres a través de la larga noche polar. Es posible que tengan un significado muy verdadero y monstruoso las leyendas pnakóticas musitadas en voz baja acerca de Kadath y del Páramo Helado.

Pero el terreno de los alrededores no causaba menos asombro, aunque al carecer de nombre fuera menos mal­dito. Poco después de la fundación de la ciudad se alza­ron en la gran cordillera los principales templos, y muchos bajorrelieves mostraban los grotescos y fantásticos pinácu­los que punzaron el cielo en donde ahora solamente veía­mos los extraños cubos y bastiones adheridos a la roca. Con el tiempo aparecieron las cuevas que se adaptaron como anexos de los templos. Con el transcurrir de épo­cas aún posteriores, todas las venas de piedra caliza fue­ron horadadas por corrientes subterráneas, con lo que montañas, cerros y llanuras inferiores quedaron transfor­mados en una verdadera red de cuevas y galerías comu­nicadas entre sí. Muchas de las tallas narraban las nume­rosas exploraciones de aquellas profundidades y el descu­brimiento final del tenebroso mar estigio que se escondía en las entrañas de la Tierra.

Este vasto abismo sin luz lo había socavado indudable­mente el gran río que bajaba desde las horribles mon­tañas sin nombre que se alzaban al Oeste y que antes cambiara de curso al pie de la cordillera de los Primor­diales para ‘discurrir paralelamente a la sierra y desem­bocar finalmente en el océano Indico entre la Tierra de Budd y la de Totten, en la costa de Wilkes. Poco a poco había ido desgastando la base de piedra caliza de la mon­taña al cambiar su curso, hasta que su corriente roedora llegó hasta las cavernas de las aguas inferiores y se unió a ellas para socavar un abismo todavía más profundo. Finalmente vertió su gran caudal en la oquedad de las montañas dejando seco el antiguo cauce que le había lle­vado hasta el mar. Gran parte de la ciudad, tal como nosotros la encontramos, se edificó sobre aquel primitivo cauce. Los Primordiales comprendieron lo que había ocu­rrido, y, dando rienda suelta a su sentido artístico, siem­pre agudo, habían convertido los naturales pilones de la entrada del río en grandes columnas de ornada talla al pie de las alturas en donde el caudaloso río comenzaba su descenso hacia la sempiterna oscuridad.

Este río, en un tiempo cruzado por docenas de nobles puentes pétreos, era evidentemente aquél cuyo seco cau­ce habíamos visto en el curso de nuestra exploración aérea Su situación en los diferentes bajorrelieves nos ayudó a orientarnos para imaginar la ciudad tal como había exis­tido en las diversas etapas de la historia de aquella región milenaria muerta durante muchos eones, con lo que pu­dimos trazar un apresurado pero minucioso plano de sus puntos más destacados —plazas, edificios principales y co­sas semejantes— que nos sirviera para guiamos en ulte­riores exploraciones. Pronto pudimos reconstruir imagi­nariamente la totalidad del asombroso conjunto tal como existió hacia un millón, o diez millones, o cincuenta millones de años, pues las tallas nos decían qué aspecto ha­bían presentado exactamente los edificios, las montañas y las plazas, los suburbios y los paisajes, así como la fértil vegetación de la Era Terciaria. Aquellos parajes debieron ser de mística y embrujadora belleza, y mientras pensaba en ello casi llegué a olvidar la desabrida sensación de siniestra congoja con que la antigüedad y el volumen, la ausencia de vida y la lejanía del lugar, unidos al constante crepúsculo glacial, habían ahogado y conturbado mi espí­ritu. Mas a juzgar por ciertas tallas, los mismos habitantes de aquella ciudad habían experimentado un terror inso­portable, pues mostraban los bajorrelieves un tipo de es­cenas repetidas y sombrías en las que se ‘veía a los Pri­mordiales en el momento de apartarse temerosamente de algún objeto —que nunca aparecía en la estampa escul­pida— encontrado en el gran río y que había llegado arras­trado por las aguas a través de ondulados bosques pobla­dos de plantas trepadoras desde las horrendas montañas que se alzaban al Oeste.

Solamente en la casa de construcción menos remota y que contenía las tallas más decadentes conseguimos per­cibir vagamente la calamidad anal que llevó al abandono de la ciudad. Indudablemente, debió de haber muchas tallas de la misma época en algún otro lugar, aun teniendo en cuenta la merma de energías y aspiraciones propia de un período de tensión e incertidumbre, y, de hecho, poco después tuvimos pruebas seguras de su existencia. Mas aquél fue el primer y único conjunto que encontramos directamente. Pensábamos proseguir nuestra búsqueda más tarde, pero, como ya he dicho, las condiciones inme­diatas dictaron que, por el momento, nos señaláramos otro objetivo. En cualquier caso, debían haber tenido un limi­te, pues cuando se extinguió entre los Primordiales toda esperanza de habitar la ciudad durante largo tiempo, hu­bieron de cesar por completo las labores de decoración mural. El golpe final fue, naturalmente, ‘la llegada del ex­tremado frío que en un tiempo se adueñó de la mayor parte de la Tierra y que nunca ha abandonado los des­venturados polos, el gran frío que en el otro extremo del mundo acabó con las fabulosas tierras de Lomar y de los hiperbóreos.

Sería difícil precisar cuándo comenzó dicha tendencia en la Antártida. Hoy consideramos que el comienzo de las eras glaciales tuvo lugar hace unos quinientos mil años, pero el terrible azote debió iniciarse mucho antes. Todos los cálculos son, en buena parte, meras conjeturas, pero es muy probable que las tallas decadentes se esculpieran hace bastante menos de un millón de años y que el total abandono de la ciudad ocurriera mucho antes de la fecha aceptada como comienzo del pleistoceno, según un cálculo global para toda la superficie terrestre, es decir, hace unos quinientos mil años.

En las tallas decadentes se advertían indicios de una vegetación menos abundante y de una menor vida cam­pestre por parte de los Primordiales. Se veían utensilios de calefacción en las casas y se mostraba a los viajeros desplazándose en d invierno envueltos en ropas de abri­go. En esas tallas tardías, la franja continua de adornos estaba frecuentemente interrumpida; vimos una serie de medallones que representaba una emigración en constante aumento hacia refugios cercanos más cálidos, escapando unos a ciudades submarinas edificadas en las proximida­des de lejanas costas y otros descendiendo a través de un laberinto de cavernas de ios estratos de piedra caliza de las montañas hasta el vecino abismo negro de aguas subterráneas

Finalmente, parece que fue este abismo el que quedó más colonizado. Esto se debió, sin duda, al tradicional carácter sagrado de aquella región, pero tal vez lo que influyó más decisivamente fue la posibilidad que ofrecía de seguir utilizando los grandes templos de las montañas socavadas por innumerables pasadizos y cavidades y de conservar la enorme ciudad terrestre como lugar de resi­dencia veraniega y base de comunicación con diversas mi­nas. El enlace entre los antiguos y los nuevos lugares de residencia se mejoró modificando la inclinación de las pen­dientes, ensanchando caminos en las rutas de unión, y también mediante la apertura de gran cantidad de túneles que conducían desde la antigua metrópolis al oscuro abis­mo, túneles que descendían en picado y cuyas bocas di­bujamos detalladamente con gran esmero en el plano que íbamos trazando. Era evidente que por lo menos dos de estos túneles estaban a razonable distancia del lugar en que nos ha11ábamos, pues los dos se abrían en el borde de la ciudad más cercano a las montañas, uno a menos de un cuarto de milla del antiguo cauce del río y el otro tal vez al doble de esa distancia en la dirección contraria.

Parece que el abismo tenía márgenes con bancadas de tierra que quedaban por encima del nivel del agua en ciertos lugares, pero los Primordiales edificaron su nueva dudad debajo del agua, indudablemente por ser un lu­gar más resguardado y que ofrecía una regularidad tér­mica superior. La profundidad del oculto mar debía ser muy grande, con lo que el calor interior de la Tierra ase­guraría su habitabilidad durante un período indefinido de tiempo. Aquellos seres no parecían tener mucha dificul­tad para adaptarse a la vida submarina, pues nunca ha­bían permitido que se atrofiaran sus agallas. Muchos ba­jorrelieves mostraban que siempre habían visitado con frecuencia a sus parientes submarinos de otros lugares, y cómo se bañaban habitualmente en las profundidades del lecho del gran río. La oscuridad del interior de la Tierra tampoco podía ser inconveniente para una raza acostum­brada a la larga noche antártica.

Aunque su estilo era de total decadencia, estas últimas tallas alcanzaban un nivel verdaderamente épico cuando narraban la edificación de la nueva ciudad en aquel mar recóndito. Los Primordiales habían emprendido la tarea científicamente, abriendo canteras de piedra insoluble en el corazón de las montañas horadado por incontables tú­neles y trayendo obreros experimentados de la dudad submarina más cercana para que realizaran las obras de construcción según ios mejores métodos. Estos obreros trajeron consigo todo lo necesario para que prosperara la nueva empresa: tejido de shogoth para crear los seres que se destinarían a levantar las pesadas piedras y que ser­virían posteriormente de bestias de carga en la ciudad y otras sustancias protoplásmicas con las que moldear or­ganismos fosforescentes destinados a la iluminación.

Finalmente, en el fondo de aquel mar estigio se alzó una gran metrópolis de arquitectura muy semejante a la de la ciudad exterior, y de construcción que demostraba relativamente poca decadencia, debido a los principios matemáticos inherentes a las operaciones de construcción. Los nuevos shogoths llegaron a tener un enorme tamaño y a desarrollar singular inteligencia; los bajorrelieves los mostraban ejecutando órdenes con maravillosa prontitud. Parecían capaces de conversar con los Primordiales imi­tando las voces de éstos —una especie de silbidos musi­cales que abarcaban una amplia escala de tonos> si es que el infortunado Lake no se equivocó al hacer su di­sección— y atender más bien a las órdenes orales que a las sugestiones hipn6ticas, menos empleadas que en los primeros tiempos. Los mantenían, sin embargo, admira­blemente controlados. Los organismos fosforescentes da­ban luz con magnífico rendimiento, y compensaban, sin duda, la pérdida de las acostumbradas auroras australes de la noche del mundo exterior.

Practicaron el arte y la decoración, aunque naturalmen­te con cierta decadencia. Los mismos Primordiales debieron darse cuenta de esta degeneración de su arte y en muchos casos se adelantaron a la política de Constantino el Grande trasladando tallas, especialmente delicadas, de la ciudad terrestre, del mismo modo que el Emperador, en parecida época de decadencia, despojó a Grecia y Asia de sus mejores obras de arte para dar a su nueva capital bizantina mayores esplendores de los que su pueblo era capaz de crear. Si el traslado de bloques de piedra escul­pidos no fue más abundante, la causa fue, indudablemente, que la dudad terrestre no se abandonara totalmente en un principio. Para cuando ésta fue abandonada, cosa que ocurrió seguramente antes de que el pleistoceno al­canzara de lleno a los Polos, es posible que los Primor­diales ya encontraran de su gusto aquel arte decadente o que hubieran dejado de reconocer la supremacía de las tallas más antiguas. En cualquier caso, era evidente que las ruinas que nos rodeaban, inmersas en un silencio más que milenario, no habían sufrido una expoliación escul­tórica en gran escala, aunque las mejores tallas, al igual que otros objetos muebles, sí se habían trasladado.

Los medallones y el friso de estilo decadente que rela­taban lo ocurrido, fueron, como he dicho, los más recien­tes que encontramos en nuestra sucinta exploración. Mos­traba a los Primordiales trasladándose a la ciudad terres­tre en el verano y a la ciudad marina en el invierno, y, en ocasiones, comerciando con las ciudades del fondo del mar cercanas a la costa antártica. Para entonces ya debían admitir que la ciudad terrestre estaba condenada, pues las tallas mostraban multitud de indicios del avance ma­ligno del frío. Iba desapareciendo la vegetación y las te­rribles nieves de invierno ya no se fundían totalmente ni siquiera en la plenitud del verano. Había muerto casi todo el ganado saurio y los mamíferos no aguantaban muy bien el frío. Para ‘hacer el trabajo del mundo superior había resultado necesario adaptar a la vida en tierra a algunos de los amorfos shogoths, de curiosa resistencia al frío, cosa que los Primordiales se habían negado a hacer hasta entonces. El gran río carecía ya de vida animal, y el mar superior había perdido casi toda su fauna a ex­cepción de las focas y las ballenas. Todas las aves habían volado a otros lugares, exceptuando los grotescos pingüinos de gran tamaño.

Lo que había ocurrido después solamente podíamos adivinarlo. ¿Cuánto tiempo sobrevivió la nueva ciudad del abismo? ¿Seguiría allí abajo convertida en cadáver de piedra rodeado por la eterna oscuridad? ¿Acabaron por helarsb las aguas subterráneas? ¿Qué destino encontraron las ciudades submarinas del mundo exterior? ¿Se trasla­daron algunos de los Primordiales hacia el Norte huyendo ante el avance del casquete polar? La geología actual no muestra señal alguna de su presencia. ¿Era el temible Mi-Go todavía una amenaza en el mundo terreno sep­tentrional? ¿Quién sabia con seguridad qué podía sobre­vivir, o qué puede sobrevivir incluso hoy, en los oscuros e insondables abismos de las aguas más profundas de la Tierra? Aquellos seres parecían capaces de soportar las mayores presiones, y la gente de mar ha sacado algunas veces en sus redes objetos muy extraños. ¿Ha llegado a explicar la teoría de la ballena carnicera las feroces y mis­teriosas cicatrices de las focas antárticas descubiertas hace una generación por Borchgrevingk?

No he tenido en cuenta los ejemplares encontrados por el desgraciado Lake para hacer estas conjeturas, pues su ambiente geológico demostraba que vivieron en la que tuvo que ser una época muy remota de la historia de la ciudad terrestre. Por el lugar en que se hallaban, debían contar al menos treinta millones de años, y creemos que en aquellos días la ciudad de la caverna marina y ni si­quiera la caverna misma existían. Ellos pertenecían a un paisaje anterior de frondosa vegetación de la era Tercia­ria, a una ciudad terrestre más joven, de artes florecientes y un caudaloso río que trazaba una gran curva hacia el Norte lamiendo las laderas de encumbradas montañas y alejándose hacia un distante océano tropical.

Y con todo, no podíamos evitar el pensar en aquellos ejemplares, en particular en aquellos ocho ejemplares per­fectos que faltaban del campamento de Lake, terrible­mente devastado. Algo anómalo había en todo aquello, en los extraños sucesos que nos habíamos empeñado en achacar a la locura de alguna persona, en aquellas horri­bles tumbas, en la cantidad y variedad del equipo des­aparecido, en lo de Gedney, en la dureza tan poco natu­ral de aquellas monstruosidades arcaicas y en las extraor­dinarias características vitales que los bajorrelieves nos decían ahora que poseía aquella especie. Danforth y yo ‘habíamos visto mucho en las últimas horas y estábamos dispuestos a creer en estremecedores e increíbles secre­tos de la naturaleza primitiva, y a mantenernos callados acerca de ellos.


H.P. Lovecraft



Terror En Dunwich (1/10)



NECRONOMICON - Mythos

1 comentario:

  1. Lovecraft era un tipo acomplejado y prejuicioso, estaba medio cagao de la cabeza, simpatizó con los movimientos fascistas, pero era un gran escritor, y en el fondo, muy en el fondo, creo que era bueno. Hay una biografía muy buena de Sprague De Camp.

    ResponderEliminar