SAMOS – MEMFIS – BABILONIA
Samos era al comienzo del siglo VI antes de nuestra era, una de las islas más florecientes de la Jonia. La rada de su puerto se abría enfrente de las montañas violáceas de la muelle Asia Menor, de donde venían todos los lujos y todas las seducciones. En una ancha bahía se extendía la ciudad sobre la orilla verdeante y se presentaba en anfiteatro sobre la montaña, al pie de un promontorio coronado por el templo de Neptuno. Las columnatas de un templo magnífico la dominaban. Allí reinaba el tirano Polícrato. Después de haber privado a Samos de sus libertades, le había dado el lustre de las artes y de un esplendor asiático. Las hetairas de Lesbos, llamadas por él, se habían establecido en un palacio vecino al suyo y convidaban a los jóvenes a fiestas, donde les enseñaban las más refinadas voluptuosidades sazonadas con música, danzas y festines. Anacreonte, llamado a Samos por Polícrato, fue traído en un trirreme con velas de púrpura, mástiles dorados, y el poeta, con una copa de plata cincelada en la mano, hizo oir ante aquella alta corte del placer, sus acariciantes odas, perfumadas como una lluvia de rosas. La suerte de Polícrato era proverbial en toda Grecia. Tenía por amigo al faraón Amasis que le advirtió varias veces que desconfiara de una felicidad tan continuada y sobre todo que no se alabase de ella. Polícrato respondió al consejo del monarca egipcio lanzando su anillo al mar: “Hago este sacrificio a los Dioses”, dijo. Al siguiente día, un pescador trajo al tirano el precioso anillo que había encontrado en el vientre de un pescado. Cuando el faraón lo supo, declaró que rompía su amistad con Polícrato, porque una suerte tan insolente le atraería la venganza de los Dioses. Sea lo que fuera de la anécdota, el fin de Policrato fue trágico. Uno de sus sátrapas le atrajo a una provincia vecina, le hizo expirar en medio de tormentos y ordenó que atasen su cuerpo a una cruz sobre el monte Mycale. De este modo los habitantes de Samos pudieron ver en una sangrienta puesta de sol el cadáver de su tirano crucificado sobre un promontorio, frente a la isla donde había reinado en la gloria y los placeres.
Más volvamos al principio del reinado de Polícrato. Una clara noche, un joven estaba sentado en una selva de agnus cactus de relucientes hojas, no lejos del templo de Juno; la luna llena bañaba la fachada dórica y hacía resaltar su mística majestad. Hacía tiempo que un rollo de papiros, que contenía un canto de Homero, había caído a sus pies. Su meditación comenzada en el crepúsculo duraba aún y se prolongaba en el silencio de la noche. Ya hacía mucho que el sol se había puesto; pero su disco flamígero flotaba aún ante la mirada del joven soñador, en una presencia irreal. Porque su pensamiento erraba lejos del mundo visible. Pitágoras era el hijo de un rico comerciante de sortijas de Samos y de una mujer llamada Parthenis. La Pitonisa de Delfos, consultada en un viaje por los jóvenes esposos, les había prometido: “Un hijo que sería útil a todos los hombres, en todos los tiempos”, y el oráculo había enviado los esposos a Sidón, en Fenicia, a fin de que el hijo predestinado fuese concebido, moldeado y dado a luz, lejos de las perturbadoras influencias de su patria.
Antes que naciera, el maravilloso niño había sido dedicado con fervor, por sus padres, a la luz de Apolo, en la luna del amor. El niño nació; cuando tuvo un año de edad, su madre, siguiendo un consejo dado de antemano por los sacerdotes de Delfos, le llevó al templo de Adonai, en un valle del Líbano. Allí el gran sacerdote le había bendecido. Luego, su famila le llevó a Samos. El hijo de Parthenis era muy hermoso, dulce, moderado, lleno de justicia. Sólo la pasión intelectual brillaba en sus ojos y daba a sus actos una energía secreta. Lejos de contrariarle, sus padres habían animado su inclinación precoz por el estudio de la sabiduría. Había podido conferenciar con los sacerdotes de Samos y con los sabios que comenzaban a formar en Jonia escuela donde enseñaban los principios de la Física. A los dieciocho años, había seguido las lecciones de Hermodamas de Samos; a los veinte, las de Pherecide, en Syros; también había conferenciado con Thales y Anaximandro en Mileto. Esos maestros le habían abierto nuevos horizontes, más ninguno le había satisfecho. Entre sus contradictorias enseñanzas buscaba interiormente el lazo, la síntesis, la unidad del gran Todo. Ahora, el hijo de Parthenis había llegado a una de esas crisis en que el espíritu, sobreexcitado por la contradicción de las cosas, concentra en un esfuerzo supremo todas las facultades para entrever el final, para encontrar el camino que conduce al Sol de la Verdad, al centro de la Vida. En aquella noche cálida y espléndida, el hijo de Parthenis miraba alternativamente la tierra, el templo y el cielo estrellado. Deméter, la tierra madre, la Naturaleza, en que quería penetrar, estaba allí bajo él. Respiraba sus potentes emanaciones, sentía la atracción invencible que a su seno le encadenaba, a él, átomo pesado, como una parte inseparable de ella misma. Aquellos a quienes había consultado, le habían dicho: “De ella todo sale. Nada viene de nada. El alma viene del agua o del fuego, o de los dos. Sutil emanación de los elementos, no se escapa de ellos más que para penetrarlos de nuevo. La Naturaleza eterna es ciega e inflexible. Resígnate a su ley fatal. Tu único mérito será el de conocerla y someterte a ella”. Luego miraba al firmamento y a las letras de fuego que forman las constelaciones en la profundidad insondable del espacio. Aquellas letras debían tener un sentido. Porque, si lo infinitamente pequeño de los átomos tiene su razón de ser, ¿Cómo lo infinitamente grande, la dispersión de los astros, cuya agrupación representa el cuerpo del Universo, no lo tendría?. ¡Ah!, sí: cada uno de aquellos mundos tiene su ley propia, y todos en conjunto se mueven por un Número y en una armonía suprema. Pero, ¿Quién descifrará jamás el alfabeto de las estrellas?. Los sacerdotes de Juno le habían dicho: “Es el Cielo de los Dioses, que fue antes que la tierra. Tu alma de él viene. Ora ante ellos, para que ascienda de nuevo”.
Esa meditación fue interrumpida por cánticos voluptuosos que salían de un jardín, a las orillas del Imbrasus. Las voces lascivas de las Lesbianas se armonizaban lánguidamente a los sones de la cítara; los jóvenes respondían a ellos con aires báquicos. A aquellas voces se mezclaron de repente otros gritos agudos y lúgubres salidos del puerto. Eran rebeldes que Polícrato hacía cargar en una barca para venderlos en Asia como esclavos. Les golpeaban con correas armadas de clavo, para amontonarlos bajo los puentes de los remeros. Sus alaridos y sus blasfemias se perdieron en la noche; luego, todo entró en silencio. El joven tuvo un estremecimiento doloroso, pero lo reprimió para recogerse en sí mismo. El problema estaba ante él, más punzante, más agudo. La Tierra decía: ¡Fatalidad!; el Cielo decía: ¡Providencia!, y la Humanidad, que entre ambos flota, respondía: ¡Locura!, ¡Dolor!, ¡Esclavitud! Más, en el fondo de sí mismo, el futuro adepto oía una voz invencible que respondía a las cadenas de la tierra y a los resplandores del cielo con este grito: ¡Libertad! ¿Quién tenía, pues, razón: los sabios, los sacerdotes, los locos, los desgraciados, o él mismo? Todas aquellas voces decían verdad, cada una triunfaba en su esfera; pero ninguna le revelaba su razón de ser. Los tres mundo existían inmutables como el seno de Démeter, como la luz de los astros y como el corazón humano; pero sólo quien supiera encontrar su acuerdo y la ley de su equilibrio sería un verdadero sabio; sólo aquel que poseyera la ciencia divina y pudiera ayudar a los hombres. ¡En la síntesis de los tres mundos estaba el secreto del Kosmos!. Pronunciando esta palabra que acaba de encontrar, Pitágoras se levantó. Su vista fascinada se fijó en la fachada dórica del templo. El severo edificio parecía transfigurado bajo los castos rayos de Diana. En él creyó ver la imagen ideal del mundo y la solución del problema que buscaba. Porque la base, las columnas, el arquitrabe y el frontón triangular le representaban repentinamente la triple naturaleza del hombre y del Universo, del microcosmos y del macrocosmos coronado por la unidad divina, que en sí misma es una trinidad. El Cosmos, dominado y penetrado por Dios, formaba: La Tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo, Fuente de la Natura, modelo de los dioses. (Versos dorados de Pitágoras, traducidos por Fabre d’Olivet).
Sí; estaba allí, oculta en aquellas líneas geométricas, la clave del Universo, la ciencia de los números, la ley ternaria que rige la constitución de los seres, la del septenario que preside a su evolución. Y en una visión grandiosa, Pitágoras vio los mundos moverse según el ritmo y la armonía de los números sagrados. Vio el equilibrio de la tierra y del cielo, cuyo fiel de balanza representa la libertad humana; los tres mundos: natural, humano y divino, sosteniéndose, determinándose uno a otro y jugando el drama universal por un doble movimiento descendente y ascendente. E1 adivinó las esferas del mundo invisible, envolviendo lo visible y animándolo sin cesar; él concibió la depuración y liberación del hombre, desde esta tierra, por la triple iniciación. Él vio todo esto: su vida y su obra en una iluminación instantánea y clara, con la certidumbre irrefragable del espíritu que se siente frente a la Verdad. Fue un relámpago. Ahora se trataba de probar por la Razón lo que su pura Inteligencia había penetrado en lo Absoluto; y para ello se precisaba una vida de hombre, un trabajo de Hércules. Más ¿Dónde encontrar la ciencia necesaria para llevar a cabo tal labor?. Ni los cantos de Homero, ni los sabios de Jonia, ni los templos de Grecia podían bastar. El espíritu de Pitágoras, que repentinamente había encontrado alas, se sumergió en su pasado, en su nacimiento rodeado de velos y en el misterioso amor de su madre. Un recuerdo de infancia le chocó, con una precisión incisiva.
Recordó que su madre le había llevado a la edad de un año a un valle del Líbano, al templo de Adonai. Se volvió a ver como cuando era niño, abrazado al cuello de Parthenis, en medio de montañas colosales, de selvas enormes, donde un río caía en catarata. Ella estaba en pie, sobre una terraza sombreada por grandes cedros. Ante ella un sacerdote majestuoso, de blanca barba, sonreía a la madre y al niño, diciendo palabras que él no comprendía. Su madre le había recordado con frecuencia las palabras extrañas del hierofante de Adonai: “¡Oh mujer de Jonia!, tu hijo será grande por la sabiduría; pero acuérdate de que si los Griegos poseen aún la ciencia de los Dioses; la ciencia de Dios no se encuentra más que en Egipto”. Aquellas palabras le volvían a la mente con la sonrisa materna, con el hermoso rostro del anciano y el estruendo lejano de la catarata, dominado por la voz del sacerdote, en un paisaje grandioso como el sueño de otra vida. Por vez primera, adivinaba el sentido del oráculo.
Había oído hablar del saber prodigioso de los sacerdotes egipcios y de sus misterios formidables; pero creía poder hacer de ellos caso omiso. Ahora había comprendido que le era precisa aquella “ciencia de Dios” para penetrar hasta el fondo de la Naturaleza, y que no la encontraría más que en los templos de Egipto. ¡Y era la dulce Parthenis quien, con su instinto de madre, le había preparado para aquella obra, le había llevado como una viviente Ofrenda al Dios soberano!. Desde entonces tomó la resolución de ír a Egipto para hacerse iniciar. Polícrato se ufanaba de proteger a los filósofos así como a los poetas. El se apresuró a dar a Pitágoras una carta de recomendación para el faraón Amasis, que le presentó a los sacerdotes de Memphis. Estos; sólo a duras penas le recibieron y después de muchas dificultades. Los sabios egipcios desconfiaban de los Griegos a quienes juzgaban ligeros e inconstantes, e hicieron todo lo posible por descorazonar al joven Samiano. Pero el novicio se sometió con una paciencia y un valor inquebrantables a las lentitudes y a las pruebas que le impusieron. Sabía de antemano que sólo llegaría al conocimiento por el pleno dominio de la voluntad sobre todo su ser. Su iniciación durante veintidós años bajo el pontifcado del sumo sacerdote Sonchis. Hemos contado en el libro de Hermes, las pruebas, las tentaciones, los espantos y los éxtasis del iniciado de Isis, hasta la muerte aparente y cataléptica del adepto y su resurrección en la luz de Osiris. Pitágoras atravesó por todas esas fases que permitían realizar, no como una vana teoría, sino como una cosa vívida, la doctrina del Verbo Luz o de la Palabra universal y la de la evolución humana a través de siete ciclos planetarios. A cada paso de aquella vertiginosa ascensión, las pruebas se renovaban más y más temibles. Cien veces se arriesgaba la vida, sobre todo si se quería llegar al manejo de las fuerzas ocultas, a la peligrosa práctica de la magia y de la teurgia. Como todos los grandes hombres, Pitágoras tenía fe en su estrella. Nada de lo que podía conducir a la ciencia era obstáculo para él y el temor a la muerte no le detenía, porque veía la vida en un más allá. Cuando los sacerdotes egipcios reconocieron en él una fuerza de alma extraordinaria y esa pasión impersonal de la sabiduría que es la cosa más rara del mundo, le abrieron los tesoros de su experiencia. Entre ellos se formó y se templó. Allí pudo profundizar las matemáticas sagradas, la ciencia de los números o de los principios universales, que fue el centro de su sistema que formuló de una manera nueva. La severidad de la disciplina egipcia en los templos le hizo, por otra parte, conocer el poder prodigioso de la voluntad humana, sabiamente ejercitada y fortificada, sus aplicaciones infinitas tanto al cuerpo como al alma. “La ciencia de los números y el arte de la voluntad son las dos claves de la magia — decían los sacerdotes de Memfis —; ellas abren todas las puertas del universo”. Fue, pues, en Egipto donde Pitágoras adquirió esa vista de las alturas, que permite ver las esferas de la vida y las ciencias en un orden concéntrico, comprender la involución del espíritu en la materia por la creación universal, y su evolución o vuelo hacia la unidad por esta creación individual que se llama el desarrollo de una conciencia. Pitágoras había llegado a cumbre del sacerdocio egipcio y pensaba quizá en volver a Grecia, cuando la guerra estalló sobre la cuenca del Nilo con todos sus horrores, arrastrando al iniciado de Osiris en un nuevo torbellino.
Hacía largo tiempo que los déspotas del Asia meditaban la pérdida de Egipto. Sus asaltos repetidos durante siglos habían fracasado ante la energía de los faraones. Pero el inmemorial reino, asilo de la ciencia de Hermes, no podía durar eternamente. El hijo del vencedor de Babilonia, Cambises, se lanzó sobre Egipto con sus ejércitos innumerables y hambrientos como nubes de langosta, y puso fin a la institución del faraonado, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. A los ojos de los sabios era una catástrofe para el mundo entero. Hasta entonces, Egipto había cubierto a Europa contra el Asia. Su influencia protectora se extendía aún sobre toda la cuenca del Mediterráneo por los templos de Fenicia, de Grecia y de Etruria, con los cuales el alto sacerdocio egipcio estaba en constante relación. Una vez derribada aquella muralla, el Toro iba a lanzarse, con la cabeza baja, sobre las orillas de la Helenia. Pitágoras vio, pues, a Cambises invadir Egipto. Pudo ver al déspota persa, digno heredero de los malvados reyes de Ninive y Babilonia, saquear los templos de Memfis y de Tebas y destruir el de Hammón.
Pudo ver al farón Psammético conducido ante Cambises, cargado de cadenas, colocado sobre un montículo alrededor del cual hicieron colocar a los sacerdotes, a las principales familias y a la corte del rey. Pudo ver a la hija del Faraón vestida de harapos y seguida por todas sus damas de honor igualmente disfrazadas; al príncipe real y dos mil jóvenes con la mordaza en la boca y el ronzal al cuello antes de ser decapitados; al faraón Psammético conteniendo sus sollozos ante aquella horrible escena, y al infame Cambises, sentado en su trono, regocijándose del dolor de su adversario vencido. Cruel, aunque instructiva lección de la historia, después de las lecciones de la ciencia. ¡Qué imagen de la naturaleza animal desencadenada en el hombre, produciendo un tal monstruo del despotismo que pisotea todo e impone a la humanidad el reino del más implacable destino por su repugnante apoteosis!. Cambises hizo transportar a Pitágoras a Babilonia con una parte del sacerdocio egipcio, y le internó en aquel país. (Jámblico cuenta este hecho en su Vida de Pitágoras). Aquella ciudad colosal, que Aristóteles compara a un país rodeado de murallas, ofrecía entonces un inmenso campo de observación. La antigua Babel, la gran prostituta de los profetas hebreos, era más que nunca, después de la conquista persa, un pandemonium de pueblo, de lenguas, de cultos y de religiones, en medio de los cuales el despotismo asiático eleva su torre vertiginosa. Según las tradiciones persas, su fundación remontaba a la legendaria Semíramis. Ella fue, se decía, quien había construido su monstruoso recinto de ochenta y cinco kilómetros de perímetro: el Imgum Bel, sus murallas donde dos carros podían correr de frente, sus terrazas superpuestas, sus palacios macizos con relieves polícromos, sus templos soportados por elefantes de piedra y rematados por dragones multicolores. Allí se había sucedido la serie de los déspotas que habían tiranizado la Caldea, la Asiria, Persia, una parte de Tartaria, la Judea, la Siria y el Asia Menor. Allí fue donde Nebukadnetzar, el asesino de los magos, había llevado cautivo al pueblo judío, que continuaba practicando su culto en un rincón de la inmensa ciudad en que Londres hubiera cabido cuatro veces. Los judíos habían dado al gran rey un ministro poderoso en la persona del profeta Daniel. Con Baltasar, hijo de Nebukadnetzar, los muros de la vieja Babel se habían derrumbado al fin, bajo los golpes vengadores de Ciro; y Babilonia pasó durante varios siglos bajo la dominación persa. Por esta serie de acontecimientos anteriores al momento en que Pitágoras llegó, tres religiones diferentes se codean en el alto sacerdocio de Babilonia: los antiguos sacerdotes Caldeos, los supervivientes del magismo persa y la flor de la cautividad judía. Lo que prueba que estos diversos sacerdocios se entendían entre sí por el lado esotérico, es precisamente el papel de Daniel, quien, continuando en su afirmación del Dios de Moisés, fue primer ministro bajo Nebukadnetzar, Baltasar y Ciro. Pitágoras debió ensanchar su horizonte ya tan vasto al estudiar aquellas doctrinas, aquellas religiones y aquellos cultos, cuya síntesis conservaban aún algunos iniciados. Pudo profundizar en Babilonia los conocimientos de los magos, herederos de Zoroastro. Si los sacerdotes egipcios poseían solos las claves universales de las ciencias sagradas, los magos persas tenían la reputación de haber ido más lejos en la práctica de ciertas artes. Ellos se atribuían el manejo de esos poderes ocultos de la naturaleza que se llaman el fuego pantomorfo y la luz astral. En sus templos, se decía, se originaban las nieblas en plena luz, las lámparas se encendían por sí mismas, se veía irradiar a los Dioses y se oía retumbar el trueno. Los magos llamaban león celeste a aquel fuego incorpóreo, agente generador de la electricidad, que sabían condensar o disipar a placer, y serpientes a las corrientes eléctricas de la atmósfera, magnéticas de la tierra, que pretendían dirigir como flechas sobre los hombres.
Ellos habían también hecho un estudio especial del poder sugestivo, atractivo y creador del verbo humano. Empleaban para la evocación de los espíritus formularios graduados y tomados de los más viejos idiomas de la tierra. He aquí la razón que de ello daban: “No cambies nada a los nombres bárbaros de la evocación, porque ellos son los nombres panteísticos de Dios; ellos están imanados por las adoraciones de una multitud y su poder es inefable”. (Oráculos de Zoroastro recogidos en la teurgia de Proclo). Estas evocaciones practicadas en medio de las purificaciones y de las oraciones eran, a propiamente hablar, lo que más tarde se llamó magia blanca. Pitágoras penetró, pues, en Babilonia en los arcanos de la antigua magia. Al mismo tiempo, en aquel antro del despotismo, vio otro espectáculo: sobre los restos de las ruinosas religiones del Oriente, por encima de su sacerdocio degenerado y pobre, un grupo de intrépidos iniciados, unidos en apretado haz, defendían su ciencia, su fe y, tanto como podían, la justicia. En pie frente a los déspotas, como Daniel en el foso de los leones, siempre en peligro de ser devorados, fascinaban y domaban a la bestia feroz del poder absoluto por su poder intelectual, y le disputaban el terreno palmo a palmo.
Después de su iniciación egipcia y caldea, el hijo de Samos sabía mucho más que sus maestros de física y que cualquier otro griego de su tiempo, sacerdote o laico. Conocía los principios eternos del universo y sus aplicaciones. La naturaleza le había abierto sus abismos; los velos groseros de la materia se habían desgarrado a sus ojos para mostrarle las esferas maravillosas de la natura y de la humanidad espiritualizada. En el templo de Neith-Isis en Memfis, en el de Bel de Babilonia había aprendido muchos secretos sobre el pasado de las religiones, sobre la historia de los continentes y de las razas. Había podido comparar las ventajas e inconvenientes del monoteísmo judío, del politeísmo griego, del trinitarismo indio y del dualismopersa. Sabía que todas esas religiones eran rayos de una misma verdad, tamizados por diversos grados de inteligencia y para diferentes estados sociales. Tenía la clave, es decir, la síntesis de todas esas doctrinas, en la ciencia esotérica. Su mirada abarcaba el pasado y, sumergiéndose en el porvenir, debía juzgar el presente con lucidez singular. Su experiencia le mostraba a la humanidad amenazada por los más grandes azotes, por la ignorancia de los sacerdotes, el materialismo de los sabios y la indisciplina de las democracias. En medio del relajamiento universal, veía engrandecerse el despotismo asiático; y de aquella nube negra un ciclón formidable iba a lanzarse sobre la indefensa Europa.
Era pues tiempo de volver a Grecia, de cumplir su misión, de comenzar su obra Pitágoras había estado internado en Babilonia durante doce años. Para salir de allí era preciso una orden del rey de los Persas. Un compatriota, Demócedes, el médico del rey, intercedió en su favor y obtuvo la libertad del filósofo. Pitágoras volvió pues a Samos, después de treinta y cuatro años de ausencia, encontrando a su patria aplastada bajo un sátrapa del gran rey. Escuelas y templos estaban cerrados; poetas y sabios habían huído como una bandada de golondrinas, ante el cesarismo persa. Al menos tuvo el consuelo de recoger el último suspiro de su primer maestro Hermodamas, y de encontrar a su madre Parthenis, la única que no había dudado de su vuelta. Porque todo el mundo había creído en la muerte del hijo aventurero del joyero de Samos. Pero ella nunca había dudado del oráculo de Apolo. Ella comprendía que bajo sus vestiduras blancas de sacerdote egipcio, su hijo se preparaba para una alta misión. Ella sabía que del templo de Neith-Isis saldría el maestro bienhechor, el profeta luminoso con que había soñado en el sagrado bosque de Delfos, y que el hierofonte de Adonai le había prometido bajo los cedros del Líbano. Y ahora, una barca ligera llevaba, sobre las ondas azuladas de las Cíclades, a aquella madre y a aquel hijo hacia un nuevo destierro. Huían con todo su haber de Samos, oprimido y perdido. Se hacían a la vela para la Grecia. No eran las coronas olímpicas ni los laureles del poeta lo que tentaba al hijo de Parthenis. Su obra era más misteriosa y más grande: despertar el alma dormida de los dioses en los santuarios; devolver su fuerza y su prestigio al templo de Apolo; y luego, fundar en alguna parte una escuela de ciencia y de vida, de donde salieran, no políticos y sofistas, sino hombres y mujeres iniciados, madres verdaderas y héroes puros.
Véase:
http://www.upasika.com/schure.htm
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