La Caverna de los Antepasados
Tuesday Lobsang Rampa
Débora Goldstern

Tuesday Lobsang Rampa fue uno de los escritores más enigmáticos y prolíferos del pasado siglo XX, con una treintena de obras traducidas a todos los idiomas. Los temas de sus libros sobre evocaciones del Tíbet, budismo, poderes paranormales, y civilizaciones desaparecidas, marcaron época. Sin embargo aún hoy día poco es lo que sabemos acerca de Rampa, a pesar de los intentos por descifrar el misterio que representó su vida y el trabajo que legó. Se dijo que en realidad su verdadero nombre fue Cyril Henry Hoskin (1910-1981), de nacionalidad inglesa y de profesión fontanero.

En el terreno especulativo, podemos inquirir que su figura controvertida, quizás fue edificada con el objeto de entregar un mensaje de estilo oriental, sobre algunos secretos que aún no fueron revelados sobre el antiguo pasado de la tierra, adaptándolos al Occidente materialista para ir preparando a futuro cuando en el algún momento esos misterios vieran la luz.
La Caverna de los Antepasados, del cual reproducimos algunos pasajes, lleva el espíritu de esta Crónica Subterránea que día a día tratamos de construir, el lector decidirá si sus palabras son tan solo la febril idealización de un fontanero loco amante de los gatos o algo más.

Ese es el origen de la historia del Diluvio, que ha llegado a nosotros a través de todas las religiones que existen hoy sobre la Tierra.
-Señor exclamé impresionado por sus palabras-. En nuestro Archivo Kármico podemos contemplar acontecimientos de esta naturaleza. ¿Por qué tenemos, entonces, que luchar con tan peligrosas montañas tan sólo para presenciar algo que podemos alcanzar más fácilmente sin necesidad de movernos de aquí? -Lobsang -me respondió gravemente-, es cierto que en el Archivo Kármico y en lo astral podemos ver todos los acontecimientos de la historia humana.
Pero lo cierto es que los «vemos», pero no podemos «tocarlos». A través de lo astral nos es posible visitar los más increíbles lugares, pero no podemos tocar nada. -Sonrió levemente-. Nos es imposible traer un solo manto o una simple flor a nuestro regreso. En el Archivo Kármico vemos esas cosas, pero nos resulta imposible analizarlas detalladamente. Por ello, debemos escalar de nuevo las montañas. Nuestro objetivo es examinar cuidadosamente todos aquellos aparatos. -¡Es extraño exclamé - que solamente en nuestro país hayan quedado aparatos de este tipo! -¡No, Lobsang! -respondió mi Maestro-. ¡Te equivocas! En cierto lugar de Egipto existe otro depósito similar. Y lo mismo sucede en una región de Sudamérica. Yo los he visto. Sé dónde están. Estas cámaras secretas fueron construidas por nuestros antepasados con el propósito de que las descubrieran las generaciones futuras, cuando llegara el momento oportuno.
Aquel temblor de tierra descubrió casualmente la entrada del depósito del Tíbet y, gracias a que pudimos penetrar en él, nos fue posible conocer a existencia de los otros depósitos. Pero la jornada está terminando. Dentro de algunos días, una expedición de siete hombres, entre los cuales estarás tú, visitará de nuevo la Caverna de los Antepasados. Los días que siguieron me sentí dominado por la fiebre de la excitación. Pero me vela obligado a mantener el secreto. Los demás debían creer que nuestro viaje a las montañas tenía por objetivo la recolección de hierbas medicinales. Hasta en un lugar tan recluido como Lhasa había siempre individuos dispuestos a aprovechar cualquier ocasión para enriquecerse. Los representantes de países como China, Rusia e Inglaterra, los mercaderes que llegaban desde la India e incluso algunos misioneros se mantenían constantemente vigilantes con el propósito de descubrir dónde ocultábamos nuestro oro y nuestras joyas o para aprovechar cualquier información que les pudiera resultar lucrativa. Por esa razón nos veíamos obligados a mantener en el mayor secreto el verdadero objetivo de nuestra expedición.

Por ello, todo cuanto relato es auténtico, y lo único que me veo obligado a silenciar es el lugar por donde pasa realmente el camino que conduce a la Caverna. Los mapas y las indicaciones oportunas para determinar su situación exacta fueron depositados en un lugar secreto, con el objeto de que, cuando llegue el momento fijado, las fuerzas de la «libertad» puedan dar con ella.
Lentamente, descendimos por el sendero de la lamasería de Chakpori y recorrimos el Kashya Linga, tras de lo cual llegamos hasta el río, donde nos esperaba el barquero, con su lancha rodeada de vejigas de yak, hinchadas como globos, destinadas a asegurar la travesía. Éramos siete en total. Por ello, al atravesar el río -el Kyi Chu- nos demoramos un poco, pero al fin nos reunimos los siete en la otra orilla. Nos dirigimos hacia el sudoeste, cargados con nuestros paquetes de ropas y alimentos, las cuerdas; algunas herramientas y un manto de recambio para cada uno. Proseguimos nuestra marcha hasta que el sol se puso y las sombras se agigantaron, impidiéndonos continuar. Después, envueltos en la oscuridad, hicimos una modesta comida de «tsampa» y nos tendimos a dormir entre las rocas. El sueño me venció en seguida. Muchos lamas tibetanos, siguiendo las prescripciones de su estado, duermen sentados. Yo, y otros muchos, dormíamos acostados, pero, también de acuerdo con las reglas, solamente podíamos dormir así, si nos tendíamos exclusivamente sobre el costado derecho. Lo último que vi, antes de quedarme dormido; fue la silueta del Lama Mingyar Dondup, recortándose contra el oscuro cielo nocturno, lo mismo que si se tratara de una estatua.
Nos despertamos con las primeras luces del amanecer y tomamos un ligero desayuno. Luego, cargamos de nuevo nuestros bártulos y proseguimos la marcha. Caminamos así durante dos días. Después de atravesar las colinas, llegamos a las verdaderas montañas. Muy pronto nos vimos obligados a atarnos unos a otros, en fila, enviando delante al hombre más ligero -¡yo!- con el objeto de que sujetara las sogas en las piedras más seguras, facilitando con ello el acceso de los demás. De esta forma, fuimos escalando la montaña, lenta, pero progresivamente. Por fin, cuando nos hallábamos ante una inmensa roca casi desprovista de salientes donde poder apoyar los pies y las manos, mi Maestro dijo: -Debemos trepar a esta roca y, por el otro lado, descender hasta el valle. En el otro extremo del valle, encontraremos la ladera donde está situada la entrada de la Caverna.

El valle estaba sembrado de piedras y -lo que es peor- estaba atravesado por un veloz torrente. Adoptando todas las precauciones necesarias, descendimos hasta el valle y nos acercamos a las aguas embravecidas hasta llegar a un lugar donde las rocas parecían facilitar el paso, si éramos capaces de dar un largo salto. Yo, como era todavía demasiado pequeño, no tenía las piernas suficientemente largas para ello. Por esa razón, me vi sometido a la terrible humillación de tener que cruzar el torrente helado arrastrado materialmente por una cuerda que habían atado a mi cintura y de la que tiraban los demás. También ayudaron a cruzar de la misma forma a un lama pequeño y regordete, otro desdichado como yo, que no se sintió capaz de saltar sobre las aguas. En un lugar apartado escurrimos nuestros mantos y nos los colocamos de nuevo. La espuma que el viento levantaba nos había empapado a los siete. Cruzamos el valle, sorteando las piedras, y llegamos a la otra ladera. Mi Maestro, el Lama Mingyar Dondup, nos mostró una hendidura reciente en la base de una gran roca. -Mirad -nos dijo-. Alguna roca, caída desde arriba, ha derribado el saliente que nos sirvió a nosotros para iniciar el ascenso. Nos retiramos unos pasos, para estudiar la forma en que podríamos llevar a cabo la escalada. El primer saliente estaba a unos doce pies del suelo, pero constituía nuestra única alternativa. El lama más alto y más fuerte se irguió con los brazos extendidos hacia arriba, agarrándose a la roca, tras de lo cual el lama más ligero subió sobre sus hombros y se agarró también a la roca. Finalmente, entre todos, me ayudaron a subir sobre éste, y yo, con una cuerda atada a mi cintura, pude alcanzar el saliente con facilidad. Debajo de mí, los monjes me daban instrucciones a gritos y yo, con lentitud, casi muerto de miedo, iba ascendiendo. Por fin, conseguí atar el extremo de la cuerda en uno de los salientes. Me hice a un lado y, uno tras otro, los lamas treparon, pasaron junto a mí y siguieron ascendiendo. Por fin, el último de ellos rodeó su cintura con la soga y siguió a los demás. En seguida vi el extremo de la cuerda balanceándose ante mis ojos y escuché cómo me ordenaban gritando que me atara por la cintura.
Mi estatura era insuficiente para poder trepar sin ayuda. Me sentí levantado en el vacío y, entre todos, me subieron hasta el lugar donde ellos estaban. Llenos de amabilidad y consideración hacia mi insignificante persona, me habían esperado con el objeto de que pudiéramos entrar juntos en la Caverna de los Antepasados. Confieso que me sentí conmovido ante su deferencia. -Ya hemos subido a la Mascota -murmuró uno de ellos-. Podemos seguir adelante. -Es cierto -le respondí-, pero el más pequeño tuvo que iniciar el ascenso o, de lo contrario, «vosotros» no habríais podido llegar hasta aquí. Acogieron mi respuesta con una carcajada. Después, todos se volvieron a contemplar la oculta entrada. Yo miraba asombrado. Al principio, me resultaba imposible distinguir nada. Veía solamente una sombra oscura que, más que una grieta, parecía un cauce seco o una mancha producida por pequeños líquenes. Después, me di cuenta de que, realmente, las rocas estaban partidas. Uno de los lamas me empujó hacia adentro. -Pasa tú primero -dijo de buen humor-. ¡Así podrás ahuyentar a los malos espíritus y protegernos a todos!
Así fue como yo, el más joven y el menos importante del grupo, entré antes que los otros en la Caverna de los Antepasados. Me arrastré a lo largo del estrecho túnel de piedra. Detrás de mí, podía escuchar la respiración jadeante de los demás que me seguían. Súbitamente, apareció la luz ante mis ojos y yo sentí que el terror me paralizaba. Inmóvil junto al muro rocoso, contemplé aquel fantástico espectáculo. La Caverna me pareció de grandes dimensiones. El doble que la Gran Catedral de Lhasa.

«¿Cómo iba a bajarme de allí?» Me agité en todas direcciones intentando encontrar una salida, pero todo fue inútil. Intenté alcanzar el tubo con el propósito de descender por él, pero estaba demasiado lejos. Cuando ya empezaba a desesperar, la plataforma vibró nuevamente y empezó a descender. ¡Apenas tocó el suelo salté y escapé! ¡No podía correr el riesgo de que empezara a subir nuevamente! Una gran estatua agazapada estaba apoyada contra el muro. Mirándola sentí que un escalofrío me recorría la médula. Tenía el cuerpo de gato y la cabeza y los hombros de mujer. Sus ojos parecían estar vivos. La expresión de su rostro, torcido en una mueca entre burlona e inquisitiva, me aterró. Uno de los lamas se había arrodillado en el suelo y examinaba atentamente unos signos extraños. -Mirad -dijo -, este ideograma muestra a los hombres y a los gatos conversando. Sin duda alguna representa a un espíritu que abandona el cuerpo y vaga errante por el inframundo. Ardía en su propio celo científico inclinándose sobre las figuras del suelo -a las que llamaba «jeroglíficos»-, con la esperanza de que los demás compartieran su entusiasmo. Era un hombre muy culto que había aprendido, sin la menor dificultad, los idiomas antiguos. Pero los otros seguían afanándose en torno a aquellos extraños aparatos intentando descubrir para qué servían. De pronto, un grito nos hizo volver el rostro aterrados. El lama alto y delgado se hallaba en un extremo del muro y había acercado su cara a una oscura caja de metal, que la ocultó casi por completo. Dos hombres se precipitaron hacia él con el deseo de librarlo de aquella trampa. Pero cuando consiguieron arrancarlo de allí, soltó un juramento y volvió otra vez a colocarse en el mismo sitio. «¡Qué lugar tan extraño! -pensé-. ¡Hasta el más tranquilo y culto de los lamas pierde aquí la razón!» Cuando el lama alto y delgado se apartó, le imitó un segundo lama. Me pareció entender que en aquella pantalla veían máquinas en movimiento. Al final mi Maestro, compadeciéndose de mí, me alzó y me ayudó a aproximarme a aquella caja, sin duda alguna, destinada «a ser contemplada ».

Los políticos se enfrentaban unos con otros. El mundo era un campo dividido en el que cada bando codiciaba los territorios del otro. Los hombres vivían a la sombra de los densos nubarrones del miedo y la sospecha. Los sacerdotes de «ambos» bandos proclamaban orgullosamente que ellos eran los únicos predilectos de los dioses. Vimos sacerdotes delirantes –como ahora-, predicando frenéticos la salvación de sus semejantes. ¡y a qué precio! Los sacerdotes de cada secta aseguraban que matar al enemigo era un «deber sagrado». Sin embargo, con el mismo apasionamiento, afirmaban también que todos los hombros eran hermanos. Y la ausencia absoluta de lógica de sus teorías ni siquiera cruzaba por sus mentes. Presenciamos las grandes batallas de aquel mundo. Y nos dimos cuenta de que casi la totalidad de las víctimas pertenecían a la población civil. Las fuerzas armadas, protegidas gracias a sus dispositivos de defensa, solían estar fuera de todo peligro. Los ancianos, las mujeres, los niños, todos los que no podían «luchar», eran quienes en realidad sufrían los efectos de la lucha. Vimos a los científicos en sus laboratorios, buscando afanosamente armas más destructoras todavía, bacterias más terribles que pudieran ser lanzadas contra el enemigo. Después vimos a un grupo de hombres pensativos y preocupados que proyectaban la creación de lo que ellos llamaban una “Cápsula do Tiempo” -la que nosotros habíamos llamado «Caverna de los Antepasados»- con el objeto de transmitir a las generaciones futuras unos modelos de sus aparatos y un archivo completo de películas relativas a su cultura, con todas sus virtudes y todos sus errores. Las excavadoras gigantescas abrieron la roca viva. Un verdadero ejército de hombres instalaron allí máquinas de todos los tipos. Vimos como colocaban en su lugar las esferas do luz fría, emanada por sustancias radiactivas inertes que tardarían en extinguirse millones de años. Eran inertes porque no dañaban a los seres humanos y activas porque su luz seguiría brillando hasta que el Tiempo terminara.

Cuando se desvaneció aquella imagen, volvimos a ver a los hombres que habían planeado las «Cápsulas de Tiempo». Estaban convencidos de quo «ya» había llegado el momento de sellarlas. Contemplamos las ceremonias y cómo colocaban los «informes filmados» en la máquina desde la cual ahora lo estábamos presenciando todo. Escuchamos el discurso de despedida que nos revelaba a nosotros los Hombres del Futuro -¡si alguna vez volvía a haber hombres sobre la Tierra!- que la Humanidad estaba a punto de destruirse a sí misma o que era muy posible que así fuera, advirtiéndonos que en «aquellas cavernas quedaba constancia de sus invenciones y locuras para que pudiera servir de experiencia y de enseñanza a los seres de una raza futura que tuvieran la inteligencia de descubrirlas y comprenderlas». Después, la voz telepática enmudeció y la pantalla se quedó sin luz. En silencio, estupefactos ante lo que acabábamos de presenciar, nos sentamos en el suelo de nuevo. Y al momento la cámara volvió a iluminarse y nos dimos cuenta de que, esta vez, la luz procedía de los muros. Nos levantamos y nos dispusimos a inspeccionarlo todo. Había también numerosos aparatos y máquinas, maquetas de ciudades y de puentes, construidos todos ellos con un material cuya naturaleza desconocíamos. Algunos de los objetos estaban recubiertos por una capa de materia absolutamente transparente que nos intrigó. No era cristal. Ignorábamos lo que «era». Nos dimos cuenta de que estaba destinado a evitar que pudiéramos tocar los modelos protegidos en su interior. De repente, dimos un salto de terror. Un ojo rojo y malvado nos miraba parpadeando. Me disponía a huir, cuando el Lama Mingyar Dondup se acercó a aquella nueva máquina. Se inclinó sobre ella, tocó los controles y el ojo rojo se desvaneció y fue sustituido por otra pequeña pantalla que nos mostraba otra habitación contigua al Gran Salón. Nuestros cerebros captaron un nuevo mensaje. -Antes de irse, pasen a esta habitación. Allí encontrarán material para sellar de nuevo el lugar por donde hayan entrado. Si no han alcanzado el estado de evolución necesario para hacerse cargo de nuestras invenciones, vuelvan a sellar la entrada y déjenlo todo intacto para los que puedan venir más adelante. En silencio, pasamos a la tercera habitación, cuya puerta se abrió automáticamente al acercarnos.

Los que tienen el poder de introducirse en lo astral pueden ver todo lo sucedido en el pasado, regresando después a su estado normal enriquecidos con nuevos conocimientos. Todos los acontecimientos históricos, por remotos que sean, pueden ser contemplados como si estuvieran produciéndose entonces. Recordé la primera vez que había utilizado el Archivo Kármico.

Estaban saliendo de la Caverna. Las grandes máquinas, con sus brazos gigantescos, colocaron ante la entrada un enorme bloque de roca. Las grietas y los orificios exteriores fueron cuidadosamente sellados y todos aquellos seres se marcharon. Las máquinas se alejaron también y durante algún tiempo, tal vez algunos meses, todo se mantuvo tranquilo. Después vimos a un sumo sacerdote, erguido sobre los escalones de una inmensa Pirámide, exhortando a los fieles a la guerra. Las imágenes registradas en la Película del Tiempo siguieron desfilando ante nosotros y, por fin, vimos el campo de batalla. Los jefes vociferaban furiosos. El tiempo seguía su carrera. El firmamento azul quedó cruzado por numerosas estelas blancas y rectilíneas. Después, los cielos se enrojecieron. Todo el Planeta tembló y se estremeció. Contemplando todo aquello, sentimos que el vértigo se apoderaba de nosotros. La oscuridad de la noche cayó sobre el mundo. Las negras nubes se incendiaron y giraron envueltas en llamas en torno a la Tierra. Súbitamente, las ciudades ardían y desaparecían por completo. Los mares encrespados invadieron los continentes, barriéndolo todo, y una ola gigantesca, más alta que el mayor edificio de aquella civilización, avanzó rugiendo estruendosamente y arrastró consigo los últimos vestigios de una cultura muerta. Tembló la Tierra en su agonía y se llenó de abismos enormes que lo engulleron todo y se cerraron luego como las fauces de un gigante. Las montañas se quebraron como juncos en una tormenta y se hundieron después en la sima de los océanos. Emergieron las nuevas tierras del fondo de los mares y se convirtieron en montañas. La superficie del planeta se estaba transformando a través de las continuas conmociones. Algunos supervivientes aislados subieron gritando, entre millones de cadáveres, a las montañas recién aparecidas.

La Caverna de los Antepasados quedó enterrada en un mundo medio sumergido. Libre de intrusos, se conservó intacta, oculta bajo la superficie de la Tierra. Con el paso del tiempo, los torrentes poderosos arrastraron el lodo hasta el mar y dejaron limpias las rocas, que brillaron al sol nuevamente. Por fin, heladas de repente por una lluvia fría, en el momento en que el sol las había sometido a una elevada temperatura, las rocas se agrietaron y dejaron libre la entrada de la Caverna, permitiéndonos el paso. Sacudimos nuestros músculos entumecidos y nos pusimos en pie con gran dificultad.

Nosotros -hombres modernos- calentábamos nuestra agua sobre una hoguera de estiércol, rodeados de maravillosos instrumentos que escapaban a nuestra comprensión. Suspirando, abandoné mis pensamientos y me concentré exclusivamente en la tarea de mezclar té con «tsampa»”.
The Legend of Atlantis
En su libro Crepúsculo Lobsang Rampa trata explícitamente el tema de la Tierra hueca; todo el capítulo II está dedicado a hablar de ello como respuesta a una pregunta formulada por un lector.
ResponderEliminarHola:
ResponderEliminarAcabo de repasar el Capítulo que citas en Crepúsculo.
Efectivamente, hace referencia al enigma de la tierra hueca.
En lo personal, pienso su escrito muestra la influencia de Raymond Bernard, el gran gurú de la tesis tierrahuequista.
Aunque respeto a Rampa, aún con sus contradicciones y misterios, no comparto esta visión, pero como vengo diciendo en algunos de mis escritos, no la descarto del todo, aunque me sigue sin convencer la posibilidad de un planeta hueco.
Un abrazo
Debbie
Cuando yo era joven salió su primer libro aquí en España, que aún conservo, y se armó una buena revolución y polémica acerca de él, Fue todo un boom pero que abrió muchas mentes hacia otras dimensiones. Algunas cosas eran mentira como por ejemplo la apertura del tercer ojo que hubo quién lo practicó según él decia y murieron. Hubo de todo.
ResponderEliminarbesos por tus envíos que siempre sigo atentamente.
Te quiero Hija de la Luna
May